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jueves, abril 25, 2024

El beso del padre

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Lucas 15:20b “…su padre lo vio y sintió compasión por él, y corrió, se echó sobre su cuello y lo besó”

Al morir, nada material te llevas. El tiempo es el tesoro más valioso que tenemos, porque es limitado. Podemos producir más dinero, pero no más tiempo. Cuando dedicamos tiempo a una persona le estamos entregando una porción de nuestra vida que nunca podremos recuperar. Nuestro tiempo es nuestra vida. El mejor regalo que puedes dar a alguien es tu tiempo y siempre se regala a la familia o a los buenos amigos.

Es por eso que el padre de este hijo pródigo había pasado noches enteras esperando su llegada. En su corazón aún sangraban -pienso yo-, las heridas de su propia experiencia, cuando fue joven y no tuvo a nadie que lo esperara despierto por las noches cuando en su insensatez se iba de parranda con sus amigos.

Llegaba a casa y no había nadie que lo esperara. Era el invisible de la familia. Cuando joven no tuvo un abrazo de ternura de su padre. No tuvo un beso de bienvenida. No tuvo una palabra que alimentara su alma. No tuvo unos brazos fuertes, varoniles que lo sostuvieron cuando cayó en el fondo del fango. No tuvo una mirada compasiva. Es màs, nunca le habían hecho una fiesta. No tuvo pastel de cumpleaños. No tuvo una palmada en la espalda cuando hizo algo bueno. No tuvo, no tuvo, no tuvo…

Y ahora la historia se repite. Su hijo pequeño, el màs invisible de la casa está repitiendo su historia. Se ha ido de casa a buscar lo que le falta. No es dinero lo que necesita. No son comodidades, ni tabletas, ni su iPhone ni sus auriculares inalámbricos. Todo eso lo tiene de sobra. Ahora el padre entiende lo que su hijo querido anda buscando. Se ha ido de su lado no por rebeldía ni por esos momentos emocionales en que la hija se va de la casa con un muchacho de mala pinta. No, no es sexo lo que ella busca. Lo que necesita no es llenar su almohada con alguien anodino. Lo que busca su hija, querido lector o lectora, es lo que no tiene en casa. Abrazos. Besos no sexuales. Caricias no eròticas. Palabras no blasfemas. Todo lo contrario. Su hija lo que busca son palabras de afirmación. Alguien que le diga que es bonita. Que es hermosa. Que vale oro. Alguien que le haga sentir viva. No importa la “pinta” que tenga. No importan sus aritos en la nariz o en la lengua. Tampoco sus tatuajes. Ella lo que ve y escucha son esas palabras que la hacen sentir que es alguien. Que está viva. Que vale la pena estar a su lado.

El hijo “pródigo” no es una vago. No es alguien que quiere vivir porque sí. La historia dice que buscó un trabajo. Eso quiere decir que no era un inútil. Sabìa ganarse su pan del dìa. Lo que dijo el hermano mayor no era del todo cierto. No se fue de casa para no hacer oficio porque lo sabìa hacer. Todos han estado equivocados al juzgarlo. Todos, menos el padre. Y eso motivó al padre a hacer una catarsis interna para saber en qué había fallado como tal. Y encontró las respuestas dentro de sí mismo. Su hijo salió a buscar lo que tenía perdido.

Y es cuando vemos la escena impactante del regreso a casa. El padre corre con el corazón palpitándole a mil por hora. No espera màs, necesita ir al encuentro de su pequeño. Necesita hacer algo que nunca había hecho. Porque siempre estaba trabajando. Siempre haciendo màs y màs dinero. Màs ganado vacuno. Màs insumos para sus animales. Màs toros para aumentar sus crias. Màs comida para sus bestias. Y menos amor para sus hijos. Menos tiempo para darles lo que realmente alimenta el alma de sus pequeños. Es cierto, les llenaba el estómago pero no el corazón. Y cuando ve al hijo lo primero que hace no es regañarlo. Lo vemos en la escena que magistralmente el Doctor Lucas nos narra: Lo besa. Lo abraza. Se olvida de sus vacas y sus chequeras. Ahora lo que importa es el hijo. Hacerle fiesta. Hacerle saber que importa. Que ya no es el invisible de la familia. Que antes que los toros y los chivos, èl, el hijo, vale una fortuna. Quizá el hijo le dijo: “Padre, huelo mal. Estoy sucio. No me toques”. Pero creo que el padre le dice: “Yo no vine a olerte. Vine a darte lo que yo no tuve. Vine a abrazarme a mí mismo en ti. Vine a vivir contigo lo que yo no pude vivir en mi tiempo. Vine a pedirte perdón porque nunca me enseñaron a valorar a nadie màs que al dinero. Vine a reconciliarme conmigo mismo hijo querido. Tendremos la fiesta que yo no tuve. Te haré la comida que nunca tuve y comeremos juntos. Reiremos juntos. Nos alegraremos juntos. Y a partir de hoy, estaremos juntos…” ¿Y el otro hijo? Es otra historia.

Soli Deo Gloria

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