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martes, noviembre 26, 2024

Somos tres en uno

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Sí, pero no les voy a hablar desde el punto espiritual: Alma, Cuerpo y espíritu. No. Quiero compartir estos pensamientos de nuestra trilogía personal. Íntima. Privada y muy pocas veces pública.

Veamos:

En cada uno de nosotros hay tres personas: La que ven los demás. La que vemos nosotros y la que ve Dios.  ¿A cual de las tres le vamos a dar méritos?  

Porque no es un secreto que aprendemos a fingir lo que no somos desde que éramos pequeños. En nuestra casa. Cuando nuestros padres le decían a la tía que llegaba a visitarnos y ella opinaba que éramos los niños más hermosos y bien portados del universo.  Nuestra mamá decía obligadamente: “tú dices eso porque no lo conoces”. Y es que cuando llegaban visitas aprendimos a fingir lo que no éramos. 

Y eso nos llevó a crear el hábito que delante de los demás teníamos que portarnos como angelitos.  Luego llegamos a la vida adulta y seguimos fingiendo. Lo hacemos en la Iglesia, en la oficina y en nuestro lugar de trabajo o estudios.

Es la persona que queremos que otros vean. Aparentamos ser lo que no somos para caer bien, para parecer empáticos y simpáticos. Algo que en realidad no somos. Pero es importante fingir todo eso para que la chica o él se enamoren de nosotros. ¿No es cierto? Aprendimos a presentar una imagen que no es la realidad. Es la persona que queremos que otros vean.

Luego está la que vemos nosotros. Es la que vemos al espejo cada día que nos levantamos. Es la persona real. La que no nos gusta. La que queremos esconder de todos, incluyendo a Dios. Como Adan y Eva, no querían que Dios los viera en toda su desnudez. Por eso se hicieron vestidos espurios. Lo que no sabían y no sabemos nosotros, es que Dios ve lo que es realmente. Nos ve desnudos y miserables.

La persona que vemos nosotros no es agradable. Los ojos hinchados, la boca manchada por la saliva que expulsamos mientras dormimos, la barba que nos creció durante la noche y que nos hacer perder el caché. Vemos a la mujer o al hombre despeinados y con el cabello alborotado. Vemos el vientre lleno de grasa horrible, los brazos bofos, las piernas sin músculos y en fin, toda una serie de imperfecciones que tenemos que esconder a fuerza de que los que nos vean en el trabajo o la universidad no se den cuenta.

Y viene la ficción. Viene el maquillaje. Los hombres nos rasuramos, nos echamos nuestras cremas para esconder arrugas e imperfecciones, las mujeres esconden sus grasas abdominales con sus fajas que casi no las dejan respirar pero todo sea para bien de la figura. 

Y, lo más importante, pero a lo que no le damos la importancia capital que merece, es la persona que ve Dios. Allí, mis amigos, no hay vuelta de hoja. Delante del Señor no hay fajas que disimulen, cremas que oculten, rasuradas que finjan, sonrisas o dientes bien colocados con Corega para que parezcan originales, blanqueadores de dientes para esconder lo amarillento a causa de tanto fumar, cinturas de Barbies ni nada de lo que venden en Amazon para el cuerpo perfecto.

A Dios nadie lo engaña. Lo peor de todo es que a ese detalle no le damos el valor que debe tener.  No nos presentamos ante el Señor tal y como somos. Aún a Él lo queremos impresionar con la persona que no somos ni de lejos. ¿Como lo hacemos? Ah, nuestras oraciones. Nuestra forma de orar. Nuestra forma de pedirle cosas y de nombrarlo. “Diosito Bueno, Salvador de mi vida, mi Eterno Proveedor” son algunos de los títulos que le decimos para tratar de impresionarlo. Si no me cree, vea y escuche a algunos predicadores que en el púlpito dejan media garganta con los gritos y aspavientos que hacen cuando oran frente a su congregación. Se desgañitan en público porque en privado no hablan con el Señor. No se desnudan delante de su Santidad. Nos presentamos con una de las dos personalidades que como Dorian Gray hemos aprendido a cultivar sin darnos cuenta que ante su Sabiduría nada se esconde. 

¿Hemos caído en estas faltas? Es tiempo de sincerarnos delante del Señor y ya no continuar disfrazándonos de actores de Hollywood maquillando nuestro verdadero yo. Mejor rindamos al Señor nuestras debilidades para que Él pueda sacar de dentro de nosotros las fortalezas que Él desea que mostremos.

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