Dios no está limitado por el tiempo como nosotros. Para Él no hay pasado ni futuro; todo es un eterno presente. Vive en una realidad que no cambia con el reloj ni con los calendarios. Lo que para nosotros es historia o incertidumbre, para Él es un ahora constante, lleno de propósito y sabiduría.
La Biblia nos recuerda: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos” (HEBREOS 13:8). Esta verdad nos revela que Dios no envejece, no olvida, no improvisa. Su presencia es permanente, y su conocimiento abarca todo lo que ha sido, lo que es, y lo que será.
Esto debe llenarnos de esperanza. Aunque no sepamos lo que traerá el mañana, Dios ya lo conoce. Nuestro futuro no es incierto para Él. En su plan eterno, cada vida tiene sentido, cada lágrima tiene consuelo y cada promesa tiene cumplimiento.
Como dice Jeremías 29:11: “Porque yo sé los planes que tengo para ustedes —dice el Señor—, planes de bienestar y no de calamidad, para darles un futuro y una esperanza”.
Y es que la eternidad de Dios es consecuencia directa de su inmutabilidad. Y esto es así porque, cuando hablamos de “eternidad”, hablamos en realidad de “no-tiempo”.
El tiempo implica cambio y movimiento. Es la medida de aquello que comienza, progresa y termina. El tiempo nació con la creación del universo material y mutable. Dios, en cambio, no cambia, porque Él es eterno e inmutable.
Hay muchas referencias bíblicas que debemos detenernos a considerar: “Yo, el Señor, no cambio…” (Malaquías 3:6); “Todo buen regalo… desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de variación.” (Santiago 1:17).
Confiar en un Dios que vive en el eterno presente nos libera de la ansiedad del futuro y del peso del pasado. Hoy, en medio de lo que vivimos, podemos descansar sabiendo que estamos en manos del que nunca cambia, del que siempre es, y del que siempre será.
Por: Lic. Alfredo Caballero Pineda
