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miércoles, abril 24, 2024

El Hombre de la Mano Seca

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Mateo 12:9-10 “Pasando de allí, entró en la sinagoga de ellos. Y he aquí, había allí un hombre que tenía una mano seca”

Este hombre iba a la sinagoga por lo menos dos veces al dìa. En la mañana y en la tarde a la hora de la oración.  Como buen judìo, seguía las instrucciones de sus maestros de la Ley de Dios de presentarse a su lugar de estudios de la Torah, lo que hoy significa la Biblia.

Era un hombre piadoso. Convencido de que escuchar la Palabra de Dios de labios de sus maestros le concedería larga vida y la paz que tanto necesitaba. Y creo que sus maestros le enseñaban con mucho interés lo que a ellos concernía. Es decir, le predicaban las cosas del Reino de Dios que algún dìa se iba a ser realidad en sus vidas. Entonces serían libres. Libres no solo del Imperio que gobernaba su paìs, pero también libres de toda enfermedad como había prometido el profeta. Y si algo necesitaba este hombre era sanidad. En su corazón latía la esperanza de que cualquier dìa Dios le iba a hacer el milagro que tanto necesitaba.

Su mano estaba seca. Se había petrificado por algún accidente que le había afectado los músculos y tendones de su mano. Los médicos no habían podido hacer nada por él, así que su horizonte se había quedado corto en poco tiempo. A menos que alguien capaz de tener la fe suficiente y el valor de enfrentar la realidad le tocara su mano para que sanara. Esa era su fe y su esperanza. Su vida, mientras tanto, transcurría entre limosna y limosna. Había que llevar el pan a la mesa de sus hijos.

Es cierto, tenía buenos maestros de Torah. Buenos para enseñar letra pero inútiles en enseñar fe. Ni ellos mismos creían que Dios podía hacer el milagro de sanidad que este compañero de banca necesitaba. Sin duda lo conocían pues no podía pasar desapercibido con su brazo inmovilizado e inútil. Era muy conocido en su iglesia. Todos le enseñaban a creer en Dios pero nadie le había mostrado las virtudes de ese Dios que tanto le mencionaban. Ninguno de esos eruditos se había tomado nunca la molestia de tan siquiera preguntarle la causa de su condición. Pertenecían a la religión fría e indiferente al dolor ajeno. Cada uno de ellos cuidaban que no faltara ni una jota o una tilde cuando leían la Ley pero descuidaban la práctica de esas letras.

Nuestro hombre era un devoto y fiel asistente a la iglesia. Cada dìa esperaba con ansias que apareciera el Deseado de las Naciones, el que en sus Alas traería sanidad. Y así pasaban los días, los meses y los años. Nadie a su alrededor se había tomado la molestia -repito-, de mostrarle el más mínimo interés a su condición.

Así es hoy en dìa. Cuantas personas con el corazón seco están entrando y saliendo de nuestras congregaciones. Es cierto, los vemos cantando y entonando los himnos con sus himnarios en una de sus manos pero en su interior hay sequedad. Necesitados de un abrazo. Implorando en silencio una mirada de compasión. Esperando con paciencia que un dìa un mesìas se acerque a ellos y les pregunte si desayunaron. Si tienen para el almuerzo del dìa. Si tienen el pasaje del bus para regresar a su casa.

Cuantas mujeres se sientan en las sillas de las iglesias hoy en dìa con los ojos llorosos porque su esposo está postrado en cama, con las esperanzas secas y el temor de perder su casa llenando sus pensamientos. Y ninguno de los “eruditos de hoy” nos damos cuenta. Nos dedicamos a predicar, a pegar puñetazos en el púlpito para impresionar a los oyentes pero incapaces de interesarnos por aquella anciana que se sienta sola en un rincón de la iglesia porque sus hijos la han dejado abandonada.

O què decir de la señorita que llega a la congregación en busca de un padre espiritual que la aconseje què hacer con el muchacho que la golpea y la prostituye y resulta ser el diácono que cuida el parqueo. Buenos predicadores pero ingratos con los secos de fe, de sanidad, de vida, de esperanza.

Para el hombre de la historia de Mateo hubo un dìa. Ese dìa en que llegó Jesus. Y Jesus sí vio su mano. Jesus sí vio la angustia en los ojos del herido. Jesus sí notó la necesidad urgente de sanar a ese hombre para que volviera a trabajar. No importò la ley de los maestros. Lo importante era sanar a ese herido por la vida. Sanar a ese solitario que deambulaba de iglesia en iglesia buscando solución a su problema. El hombre no quería dinero. Solo sanidad. Solo un poco de atención a su dolor. Solo una mirada de compasión. Quería estar bien para trabajar. Solo eso.

Dos protagonistas de una misma historia. Esa historia puede ser la suya. O la mía. Los predicadores de esa sinagoga se perdieron el enorme privilegio de sanar una mano porque sus “estatutos” se lo prohibían. Porque sus “creencias” les decían que ese hombre era pecador por lo tanto tenía que pagar las consecuencias. Se perdieron la bendición de ver una vida transformada.

Pero, como dijera Pablo, ¡gracias doy por Jesucristo!. Èl sí es capaz de ver la sequedad de mi corazón, de mis ojos, de mi vida, de mis anhelos y mis sueños. Y sé que como hizo con aquel hombre, Jesus ve mi condición seca y devolverá la vida a mis sueños rotos y secos.

 

 

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