Pastor Mario Vega / Misión Cristiana Elim
No dicen nada, no hay palabra alguna. El padre en su intento desesperado de sostener y proteger a su pequeña hija; ella, aferrada con infantil fuerza al cuello de su padre, segura de su amor y resguardo. Unidos en un solo abrazo, en una sola muerte. No necesitan articular palabras, su sacrificio habla alto y fuerte. Perturba a los que sí guardan silencio o evaden su cuota de responsabilidad. Condenan el silencio obsecuente que se instala bochornosamente en los espacios de incidencia. Condenan rotundamente a los que convierten la tragedia humana en recurso electoral. Condenan el oportunismo que pretende salir ganancioso de una derrota moral profunda que desnuda el carácter auténtico de quienes desean pasar la página, limpiar la mesa y evitar aranceles.
Un abrazo perpetuo que habla en nombre de aquella persona que muere cada día siguiendo la esperanza. Que habla por la otra persona que cada mes muere en las mismas aguas. Que habla en nombre de los que con sus cuerpos sembraron los desiertos, los caminos, la línea férrea, los lupanares, las cantinas de mala muerte, los campos de concentración de la primera democracia mundial. Ellos no tienen tiempo para esperar. Ya no abrigan esperanzas ni creen en promesas. Su calvario es ahora y saben que deben andar por los caminos, por los desiertos, por los ríos. Aunque les prolonguen la marcha, empujándolos a caminos más largos, más sacrificados, más peligrosos. Pero la carestía y las amenazas son tan fuertes que no dejarán de caminar. Las tragedias se multiplicarán y habrá otros que con los ojos cerrados continuarán hablando fuerte. Continuarán peregrinando por una oportunidad de trabajo. Eso es todo, trabajo. Al otro lado del río, donde nadie regala nada. Donde habrá nuevos desprecios y amenazas. Pero trabajo, al fin.
En su último abrazo desesperado, en su gesto de amor perpetuo, trasluce su fe en el Cristo que está con ellos, con el pueblo crucificado, con aquellos que le ponen rostro al 75% del presupuesto nacional, al 18% del PIB, al 40% de los salvadoreños que aguardan su oportunidad para largarse por el camino del Gólgota, esperando resucitar a la esperanza, al trabajo digno, a la vivienda y a la salud humanas. Saben que la muerte es una posibilidad del camino, pero en casa es una certeza. No desean marcharse, tampoco separarse. Por eso mamá espera, observa, se alarma, entra en pánico, grita, desespera, se parte de dolor. Impotencia, impotencia desoladora, abrumadora. Pero nada rompe el amor, la unidad, el abrazo. Ni siquiera las aguas de la muerte. Y allí, en su gesto de amor y de fe nos hablan a todos. Sin que medie una palabra, un sonido. Su abrazo interminable nos interpela a todos, nos desafía, nos sacude y nos cuestiona sobre nuestra postura, nuestra voz, nuestra palabra. No quieren nuestra lástima, tampoco nuestro lamento. Quieren nuestras manos, nuestra fuerza, nuestra indignación. Por aquellos que aguardan enjaulados, por los que planean probar la corriente del río, por los que entran al desierto, por los que huyen de los carteles, por los que se esconden de la Guardia en las orillas del Suchiate, por los niños, por las mujeres, por el bono demográfico que gota a gota se filtra por las fronteras. Con el grito del silencio y con la fuerza de sus espaldas expuestas al amanecer nos preguntan: ¿Qué harás tú por este pueblo sufriente?