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viernes, mayo 3, 2024

Puertas cerradas

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Juan 20:19  “…y estando cerradas las puertas del lugar donde los discípulos se encontraban por miedo a los judíos, Jesús vino y se puso en medio de ellos, y les dijo*: Paz a vosotros…”

He tenido el hermoso privilegio de pasar por momentos difíciles en mi caminar cristiano.  Aunque el Señor ha sido Fiel como solo él sabe serlo, me ha permitido conocer momentos en que parece que no solo el Cielo se ha cerrado para mi, pero también se me han cerrado puertas que yo pensé que siempre estarían abiertas para mi vida.

Pero no. No siempre ha sido así. Han habido momentos en que todo se me ha cerrado. No ha sido por pecado.  Ha sido por decreto divino. Porque he necesitado aprender algo que solo a puertas cerradas puedo aprender. Porque aunque parezca paradójico, en esos lugares donde las puertas están bien cerradas es donde más milagros han sucedido.  Es donde más de cerca he visto a Jesus.

Eso sucedió un día cuando los discípulos de Jesus, cuando ya ha sido crucificado y enterrado,  ellos han entrado en pánico por la posible persecución que se desatará contra los seguidores del Maestro y se esconden en el cenáculo a puerta cerrada. Nadie entra y nadie sale. El miedo los ha hecho esconderse en la oscuridad del lugar y pienso en los largos silencios que debe haber en ese lugar en donde en cualquier momento podrían escuchar los golpes a la puerta, las duras pisadas de los romanos y oficiales del Templo buscando a los rebeldes para llevarlos al suplicio que el Emperador había dispuesto para ellos.

Sin embargo, en la narración de las distintas apariciones, los evangelios subrayan cómo Jesús resucitado puede atravesar las puertas cerradas.  La puerta en el aposento estaba atrancada por el miedo.  Los discípulos estaban presos de sus propios miedos.  En realidad, la gama de sentimientos negativos que pueden encerrarnos en nosotros mismos es muy variada.

Hay cristianos que han cerrado la puerta de sus emociones. A fuerza de parecer duros e indiferentes al dolor interno que produce una traición, un desengaño, una herida que lacera el alma, a fuerza de retener sus emociones se han vuelto tan duros como la puerta que han cerrado, duros como los cerrojos que han puesto para que nadie pueda entrar y ver la podredumbre del pus que destila su corazón amargado y endurecido a todo y todos.

Además del miedo de los discípulos en el aposento, el evangelio de Juan reseña la tristeza de la Magdalena, el desencanto de los de Emaús, la culpabilidad de Pedro, la incredulidad de Tomás, el fracaso de los pescadores.

Porque también nuestros fracasos en nuestros vanos intentos de tratar de agradar a la esposa exigente nos puede encerrar detrás de las puertas de la indiferencia.  O qué de la mujer que ha dado todo de sí misma con tal de tener contento a su esposo, mostrándose sumisa, obediente y amorosa, al ver que éste no reacciona, decidió cerrar la puerta de sus sentimientos y se encierra en un lugar oscuro y solitario en donde ya no siente deseos de mostrar el amor que debiera fluir de su interior.  Se le seca el alma. Se secan los deseos de amar y ser amada. Se seca su interior y ahora tiene miedo de expresar en pocas palabras un “te amo”.

En las narrativas evangélicas se nos muestra lo que San Ignacio llama “el oficio de consolar que trae Jesús”, su poder para atravesar las puertas cerradas de esos sentimientos negativos que bloquean el paso. Que cierran con cerrojos de hierro los deseos de derramar un corazón herido y volverlo suave como la cera en las Manos de nuestro Consolador, el Espíritu Santo.

No nos engañemos, nadie que ha cerrado la puerta de su corazón desde dentro de él mismo por los dolores, traumas y conflictos no resuelto de su niñez tiene las llaves para abrirlo.  Porque el cerrojo está puesto por dentro. Es una decisión personal e íntima de aquellos que han decidido secar la fuente de sus emociones y sentimientos empáticos hacia los que lloran y sufren de algo que los está consumiendo.  Porque no fuimos hechos para la soledad ni la oscuridad del miedo. El miedo paraliza. El miedo trae en sí su propio castigo.

Eso fue lo que vio Jesús la noche que visitó a sus amigos. La puerta del cenáculo estaba cerrada por dentro. Estaba atrancada para que nadie pudiera hacerles daño. Pero como Jesús es Jesús, nada ni nadie puede impedir que cuando él desea hacer un cambio en el corazón humano, no hay cerrojos ni trancas posibles que puedan impedir que él entre en lo recóndito de nuestros pozos más profundos y oscuros para darnos la luz de su Presencia y salvación.

Jesús sabe que usted o yo no necesitamos dinero en abundancia. No necesitamos más diplomas que colgar de las paredes. No necesitamos más prebendas ni regalos. Él sabe que lo que nos tiene encerrados es la falta de algo más íntimo y personal. Es la paz en nuestro interior. Porque cuando tenemos paz en el corazón no podemos encerrar nuestras vidas para aislarnos de todo y de todos. Es por eso que lo único que dijo fue: “Paz a vosotros…”

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