Si a usted le dijeron que después de convertirse al Señor su vida iba a ir viento en popa, que ya no iban a haber vientos contrarios, que todo cambiaba para que usted viviera sin problemas de vicios, de amenazas de enfermedades y violencia callejera, a ustedes, mis amigos, los engañaron. Porque sabemos que el Señor no nos encontró en una cuna de oro. Nos encontró viviendo en el fango de la soledad, las enfermedades y soportando hambre y menosprecio de otros. Estábamos enfermos. Enfermos de deudas, de tristeza y decepción. La vida se nos hacia cuesta arriba para muchos de nosotros que trabajábamos de sol a sol sin poder salir de nuestra situación de vergüenza y humillación. Necesitábamos urgentemente una Mano que nos consolara y pusiera bálsamo en nuestras heridas como el samaritano que atendió al herido de la paràbola de Jesus.
Tanto usted como yo y todos los miles que hemos aceptado al Señor como Maestro, Salvador y Redentor, después de haber hecho nuestra confesión de fe, lo que realmente necesitamos no es prosperidad. Esa promesa queda para después. ¿Después de que? De ser sanados. Porque no es un secreto que todos los que llegamos al Señor llegamos enfermos, desamparados, necesitados de su bálsamo, necesitados de ser restaurados a nuestro estado original de ser sanos, vigorosos y fuertes para soportar las adversidades de la vida. Y aun así, no es un secreto que muchos cristianos han cometido suicidio porque no han comprendido que la única sanidad del alma viene de la Palabra del Señor. Lo que busca Jesus hacer en nosotros no es solo darnos la salvación pero también la libertad de vivir plenamente para que seamos sus testigos y mensajeros para que otros anhelen conocerlo.
¿Que fue lo que encontró Jesus cuando vino a vivir en la tierra? ¿Que era lo que màs abundaba en Israel y sus contornos? No fue bienestar. No fue paz como el pueblo la necesitaba. No fue abundancia de bienes. Lo que encontró fue pobreza, enfermedad, tristeza y un sentido de abandono. Igual que hoy. En ese estado estábamos muchos de nosotros. Entonces, lo primero que Jesus hizo con el pueblo fue sanarlos. ¿No se han preguntado ustedes por qué Jesus sanó tantos leprosos? Porque la lepra era la figura central del sufrimiento humano. Los leprosos no podían estar con sus familias. Eran tenidos como inmundos. Nadie los quería cerca. La sociedad los desechaba. Aun los pobres los aborrecían. Eran los parias de la vida. Los invisibles. No existían para el gobierno ni los sacerdotes. No podían entrar al Templo a orar. Tenían prohibido ser tocados, abrazados y amados. Eran escoria. El summum del dolor humano.
Así que lo primero que Jesus hizo con ellos fue tocarlos. “Y tocándolo le dijo…”. ¿Por què tocarlos? Porque nadie los hacia sentir seres vivos. Porque lo que màs necesitamos todos es un abrazo, un beso, una caricia, un pequeño toque de amor y ternura. ¿Quita eso el dolor del mundo? ¡No!, pero si quita NUESTRO dolor. Y eso es lo que realmente le importa al Señor. Es por eso que dijo: “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad…” La diferencia entre los que sufren en el mundo y nosotros que también sufrimos es abismal: Nosotros tenemos al Señor, los otros tienen que llevar su propio dolor. ¿No les parece maravilloso saber esto?
SOLI DEO GLORIA