Rut 1:3-5 “Y murió Elimelec, marido de Noemí, y quedó ella con sus dos hijos… Murieron también los dos, Mahlón y Quelión, y la mujer quedó privada de sus dos hijos y de su marido”
La Biblia tiene un poder asombroso para sintetizar las historias. En dos versos resume la tragedia inédita de una mujer que, siguiendo a su esposo, salen huyendo de su pueblo porque se había acabado el pan. ¿Resultado? Muerte de tres varones. Los que tenían que sustentar a su esposa y madre quedan postrados en la tierra de Moab. A Noemí no le gustaba el hambre. Pudo luchar contra la voluntad de su esposo para no dejar su tierra. La mujer sabia edifica su casa. Pudo insistir en creerle a Dios para que no hicieran esa locura. Pudo orar, pudo clamar, pero sobre, todo, pudo esperar mejores tiempos. No le gustò el hambre.
Desde mis comienzos en la vida cristiana, siempre tuve el privilegio de levantarme de madrugada a platicar con el Señor. Al principio, unos diez años quizá, Èl tuvo la bondad de darme visiones. Me hablaba fisicamente al oído. Aprendí a escuchar su dulce Voz. Me daba respuestas inmediatas. Me hacia sentir su Presencia y me enseñò a que cada madrugada siempre había algo nuevo para mi vida.
De pronto, como se cierne una tormenta sobre nuestros cielos, su Voz se quedó callada. Ya no hubo visiones. Ya no hubo respuestas inmediatas. Ya no hubo sensaciones de que su Presencia estaba allí. Todo se quedó callado. Su Voz se había apagado. Hubo momentos en que pensé que ya había perdido mi comunión con Èl. Se acabó el pan. Ya no hubo maná. Ya no había Roca que me diera agua. Y entonces entendí la lección: El Señor me estaba madurando. Ahora tenía que orar con fe. Ahora tenía que entrar a mi tierra prometida y buscar en otro nivel mi pan y mi agua. Era hora de cambiar de altura. Era momento de esforzarme en creer que Èl seguía siendo fiel y que, aunque ya no sintiera esos movimientos a mi lado, Èl estaba allí, escuchando mis oraciones y limpiando mis lágrimas. Y fue entonces cuando cambió de dirección mi devocional. Ahora, años después, sigo visitándolo de madrugada pero aprendí que sin que se haga sentir, siempre me escucha, me responde y me consuela.
Porque en mi Belen siempre ha habido Pan. Aunque no lo vea, siempre hay Pan, hay respuestas, hay sanidad y hay Agua. Eso fue lo que no pudieron entender Noemí y su esposo. Ahora sé que “aunque la higuera no florezca”, no me faltará su Deliciosa Presencia. Eso ha hecho que ya en mi tercera etapa de mi vida, siga visitando mi lugar secreto aunque a veces no sienta ni un toque de su Bondadosa Mano. No tiene por que hacerlo. Lo creo y punto.