Mateo 27:54 “El centurión y los que estaban con él custodiando a Jesús, cuando vieron el terremoto y las cosas que sucedían, se asustaron mucho, y dijeron: En verdad éste era Hijo de Dios”
El hombre se levantó de madrugada, hizo sus oraciones a sus dioses Lares, se encomendó a su patrón celestial, se vistió su parafernalia militar, besó a su esposa y a sus hijos y salió en medio de la semi oscuridad. Afuera lo esperaban sus hombres. Hacía unas horas le habían enviado una orden perentoria: “Presentese inmediatamente en el Monte Gólgota a custodiar un ajusticiamiento, especialmente para controlar a los que se reúnan en ese lugar para evitar aglomeraciones”.
Llegó mucho antes que los criminales. Rodearon el Monte para formar un vallado en el lugar donde iban a poner las cruces. Horas después el cortejo se hizo presente. Un Hombre llamó su atención. No gritaba, no insultaba ni profería palabra alguna. Iba en silencio como abstraído en un pensamiento más allá de toda razón. Ensangrentado, herido en todo su cuerpo y con una corona de espinas llevaba su cruz a cuestas. Su Rostro brillaba no por el sudor sino por un resplandor difícil de explicar por el centurión. Sus miradas se cruzaron por un leve y fugaz instante, pero fue suficiente para que el soldado ya no pudiera dejar de pensar en Él. Un estremecimiento recorrió todo su interior. Tres horas controlando la situación, pero sin poder controlar un temblor que afectaba todo su interior. Algo había pasado en esa mirada que en un segundo trastornó todo el ser del militar.
Sabía que algo había cambiado en él. Su corazón palpitaba escandalosamente en su pecho y necesitaba hacer algo. Y entonces lo supo: El temblor de su cuerpo era la señal de que ese Hombre había hecho algo en su interior. Pero necesitó otro temblor: el de la tierra para darse cuenta que Él era el Hijo de Dios. Fue cuando reconoció que su vida había sido afectada por un terremoto de Misericordia y Bondad.