Gálatas 5:19-20 “Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: ….enemistades…”
Ayer platicamos sobre el trauma que produce el rechazo. Es algo que nos daña profundamente porque se instala en el interior de nuestro ser. El rechazo es el veneno más mortífero que Satanás puede inocular en la vida de muchos creyentes. Y lo paradójico es que van a la iglesia a ser sanados, pero resulta que la iglesia no sana esos dolores. Es Cristo solamente quién puede hacerlo si confiamos en él y en su Palabra. Es más, sin temor a equivocarme, es en la misma iglesia en donde sufrimos la dosis más grande de rechazo. Primero lo hace la familia cuando no somos bienvenidos al núcleo porque ya no hay camas, ya no hay comida o ropa para vestirnos. Y, lo peor, ya no hay amor para nosotros. Y en la iglesia pasa lo mismo. Si no somos parte de “ellos” o “como ellos” nos rechazan por muchos motivos.
Todos, absolutamente todos lo hemos sufrido. Y es precisamente, el antídoto para que nosotros no rechacemos a los demás. Porque supuestamente ese dolor se convierte en la propia medicina para nuestras almas y para evitar que hagamos sufrir a otros de lo mismo que nos ha dolido.
Pero, a fin de cuentas, ¿qué es el rechazo? El rechazo es el hermano gemelo del odio. Y hay dos clases de odio: el primero dice: “te odio, pero sé que existes. Sé que vives y que estás allí”. Pero el segundo es el peor y más doloroso porque dice: “te odio y por eso no te veo. Te ignoro. Para mí no existes. Eres invisible. No vales nada, no significas nada para mí”.
Eso pasa con la oveja que nació negra. De ahí que no tenía fuerzas ni para vivir. Y eso fue lo que sanó precisamente el pastor del que les hablé ayer. Solo el Buen Pastor puede hacernos sentir vivos, importantes, que valemos la pena, que servimos para mucho. ¿No es maravilloso saberlo? Para mi Pastor nunca fui invisible.
SOLI DEO GLORIA