1 Reyes 19:9 “Allí entró en una cueva y pasó en ella la noche; y he aquí, vino a él la palabra del SEÑOR, y El le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?”
La cueva era puro dolor: Paredes húmedas por el agua filtrada, oscura, polvo acumulado por doquier por el paso del tiempo, una tristeza que lo cubría todo como una pátina. Casi podía olerse en los rincones un olor a fracaso, olor a depresión, se pensaría que así debía sentirse una tumba desde adentro. Porque en las tumbas solo habita la muerte. Y en aquella cueva también. El hombre que se había refugiado en ella no quería vivir más. Estaba cansado, agotado por las incertidumbres de su vida. No lograba que el pueblo al que había sido enviado creyera en un Dios Fiel y Poderoso. Habían decidido seguir creyendo en ídolos mudos, sordos e impotentes para atender a sus necesidades.
Cansado de luchar contra corriente, se había refugiado en esa cueva a esperar la muerte. Porque muerto de miedo ya estaba. El mensaje que había recibido era claro: “mañana a esta hora estarás muerto” le habían dicho. Y él lo creyó. El sibilante aliento del diablo lo había alcanzado y sus defensas estaban por lo suelos, como lo estaba también su fe y su alma.
El hombre escondido en esa cueva no parecía lo que era en realidad. Andrajoso. Macilento. Con el rostro pálido por horas y horas de no poder dormir. Su ropa mostraba el fatal estado en el que se encontraba en esos momentos. Sus manos, que antes habían sido poderosas para decapitar ochocientos cincuenta profetas falsos, ahora temblaban por la presión que ejercían sobre su mente y su espíritu las amenazas de aquella mujer. Parecía que ya no había nada más que hacer con él. Fracaso total. Profunda depresión. Había tocado fondo.
Pero Dios -¡cuándo no, nuestro hermoso Dios!-, lo busca. Lo busca porque todavía le puede ser útil. Porque aún no ha terminado con su siervo Elías. Le queda mucho camino que recorrer y necesita hacer aún otros milagros. Una viuda está esperando la respuesta a sus oraciones y solo este andrajoso, fracasado y melindroso profeta tiene la solución. Así que lo saca de su cueva. Los hijos de Dios no fueron hechos para vivir en cuevas. No fueron hechos para vivir entre los vahos apestosos y hediondos del fracaso. No. Fueron hechos para volar como águilas. Para contar estrellas y granos de arena. Para ungir almohadas aunque sean de piedra.
Pregunta: ¿En qué cueva se ha escondido usted? No lo dude: Dios lo encontrará.