Hechos 3:2 “Y había un hombre, cojo desde su nacimiento, al que llevaban y ponían diariamente a la puerta del templo llamada la Hermosa, para que pidiera limosna a los que entraban al templo”
Hay dentro de nosotros una especie de chip que se incrustó en nuestro interior y que aunque pasen los años no podemos dejar de recordar. Quizá le asuste pensar que la mayoría de pastores tenemos recuerdos de nuestra niñez que están indeleblemente escritos en nuestra mente y, no importa cuan espirituales podamos ser, siempre vuelven de una u otra manera.
Porque los recuerdos de nuestra primera niñez forman parte de nosotros. Quizá podamos olvidar ciertos episodios dolorosos o vergonzosos, pero casi siempre nos quedan aquellos que fueron agradables o que formaron hábitos de nuestra conducta.
Sabemos que nosotros, desde niños, aprendimos de nuestros padres o tutores. Ellos fueron los modelos que -valga la redundancia-, modelaron nuestro ser. No importa si usted nació en cuna evangélica, forzosamente tuvo que ir a una escuela o colegio a aprender los primeros pasos y fue allí en donde obtuvo esos recuerdos que hasta el dia de hoy lo persiguen. Luego, vinieron los años de bachillerato. Ese fue otro ambiente en donde tuvimos la influencia obligada de compañeros que nos llevaron por derroteros de la aventura, los intercambios sociales y la etapa más bella de todos: el enamoramiento. Quién de nosotros no tuvimos una que otra aventura con una muchacha que nos parecía la más linda del mundo que supo despertar nuestra hombría, que supo sacar la vena poética de nuestro interior y que supo inspirarnos a dar nuestros primeros pasos en el amor. Lo mismo aplica para las damas que hoy se cubren la cabeza con un manto, que cantan coritos y que son asiduas a la iglesia evangélica. Lo que sucede es que ya adultos, aprendimos a fingir que nada de eso ha sucedido en nuestras vidas. Sucedió eso y mucho más. Innegable.
Espero no se asuste al leer esto, pero por más que quiero, no puedo sacar de mi mente a Cat Stevens y su famosa canción “Morning has broken”, que aunque en aquellos tiempos del 60 no entendía sus letras en ingles, forman parte de mi repertorio musical hasta el día de hoy. No se usted, pero creo que también muy dobladito en el fondo de su corazón debe haber una canción o un recuerdo de “aquellos” tiempos que si sus hijos lo supieran se asustarían. Menos mal que solo nosotros y Jesus lo sabemos. Y a Jesus no le asustan nuestros recuerdos.
Eso le sucedió al hombre cojo desde su nacimiento. Este pobre desdichado no tuvo la suerte -porque no la vivió, por supuesto-, de crecer en el ambiente de los Beatles o Elvis Presley o Roy Orbison. Él vivió en la época de Cristo, en donde la música era de otro estilo y los cantantes eran otros. Pero lo trágico de su vida fue que desde pequeño fue formado para pedir limosna. Lo único que sabía era mirar a los ojos de los transeúntes de su barrio o mercado a donde lo llevaban para que inspirara lástima y le dieran algunas monedas para llevar a su casa. Sin duda su padre o su madre lo usaban para esos fines. Si hubiera vivido en nuestros tiempos lo habrían obligado a estudiar y a valerse por sí mismo. Pero aquellos eran otros tiempos. Los mutilados, cojos y leprosos vivían de la caridad ajena. Y este muchacho no sabía hacer otra cosa que hacer lo que siempre le habían enseñado: pedir limosna.
Lo doloroso de todo, es que ya siendo adulto y acostumbrado a levantar los ojos y la mano, en vez de levantar el espíritu, lo empezaron a llevar a la puerta La Hermosa que daba entrada al Templo de Jerusalem.
Todos entraban a adorar al Dios de Israel y a ofrecer sus ofrendas y sacrificios. Eso le enseñó a este hombre que aquellos que entraban por esa puerta sin duda llevaban dinero. Porque entrar al Templo era para dar al Señor lo que le pertenecía al Señor. Y que mejor lugar para llenar su bolso que ese lugar. Era “su” lugar. No importaba que no pudiera entrar a conocer y hablar con el Dios del que solo oía hablar, pero lo importante era salir de allí todas las tardes con una buena tajada de las limosnas que su lástima provocaba en los demás. Desde pequeño lo habían formado para eso. Eso eran los recuerdos de su niñez.
Hasta que sucedió lo que nunca esperaba. Llegaron dos cristianos que no solo no llevaban dinero, pero sí el deseo de cambiarle la vida a ese hombre. Y Pedro y Juan pasaron a la historia como los causantes de haberle hecho el milagro de quitarle esos recuerdos amargos de su niñez y juventud y hacerlo caminar. Me asombra el primer paso que dio: entró al Templo. Y lo hizo de forma poco ortodoxa. Brincando, saltando y haciendo un escándalo que a muchos fariseos les molestó. El hombre fue transformado por el Poder del Amor de Dios.
Hay dos detalles que me llaman la atención de esta historia: Quizá en el fondo de su corazón este cojo ya estaba cansado de tanta lastimería. Quiero creer que él también deseaba entrar al Templo no solo a conocerlo por dentro pero también a darle al Dios de su pueblo el honor que se merecía. El otro detalle es que dos siervos de Dios también se cansaron de darle solo limosnas, había que darle algo más. Y nos enseñaron que no solo dinero podemos dar a otros, también libertad para que vivan plenamente sus vidas y adoren a nuestro Dios. El asunto es no quedarnos con lo que podemos compartir.