Por: Mario Vega | Pastor General de Misión Cristiana Elim
Cuando el poder político y el económico van de la mano desarrollan narrativas que pretenden explicar, a fuerza de simplificaciones, el mundo y sus fenómenos. Dichas narrativas justifican y consolidan la defensa del poder y, por ese motivo, las disidencias representan un peligro para su sistema. Es por eso que a los que discrepan se les suele marginar y excluir; es decir, minimizar a expresiones que viven fuera de las nuevas normas y a las que se le adjudican características destructivas y nunca constructivas. Quien no acepte las reglas del juego es condenado y se le pasa a la categoría de contradictor, enemigo del régimen y sometido a la pena de la invisibilización e irrelevancia.
En épocas así las personas temen expresar lo que se salga del pensamiento dominante. Para evitar inconvenientes prefieren simular que se mantienen en el cauce de lo políticamente popular o guardar silencio. Contrario a ellas, los disidentes se convierten en un modelo. Un auténtico modelo de comportamiento social. Porque los rebeldes lo son porque poseen una opinión propia, un criterio personal. Pero, además, poseen el valor de decir lo que piensan y luchan por sus ideas. Lo cual en sí mismo es ya un aporte a la coherencia y la moral. Lo que piensan lo piensan con honradez y no se traicionan a sí mismos. Eso no sucede de manera gratuita pues, como es de esperar, el disconforme debe pagar un alto precio de soledad y rechazo. Romper con el pensamiento imperante le hace sentir desarraigado de la sociedad.
Pero los insatisfechos mejoran la sociedad entera porque al disentir del pensamiento común obligan a poner en duda las ideas generalmente admitidas que sobreviven, en muchos casos, por pura inercia. Se niegan a aceptar la realidad de manera tan simple como el discurso dominante la presenta. Reconocen que la realidad es compleja y el comprenderla demanda una observación realmente profunda para llegar a conclusiones. Solo así se entiende por qué los discrepantes mejoran el pensamiento del que disienten. La paradoja es que los disidentes del pasado están hoy dentro de la más absoluta ortodoxia. El tiempo terminó por darles la razón al apartarse de las reglas no escritas de las mayorías.
La disidencia constituye una de las formas de la libertad, ya que su característica principal es que el hombre se refugia en su conciencia frente a los dictados del poder. La rebeldía es un refugio necesario en épocas de pensamiento avasallador y es la expresión valiente de la cual el ser humano no puede ser alienado. Es la frontera última entre la libertad y el control. Los grandes desafectos del pensamiento común fueron quienes abrieron nuevos espacios para el progreso humano. Disidente fue Jesús en su momento, como también Pablo lo fue poco después. Personas que se adelantaron a su tiempo y fueron capaces de percibir y crear el futuro. Al disentir lo iniciaron e impulsaron. Porque las lindes entre las ideas son porosas y, por eso mismo, las disidencias resultan peligrosas para la ideología dominante, pues ensanchan el espacio de la libertad y obligan al pensamiento absoluto a clarificarse. Los disidentes, siempre necesarios, suelen ser personas de una pieza, con lo bueno y lo malo que eso puede llevar consigo. Nos enseñan que no se debe desligar la conciencia del deber y que no hay escapatoria a la libertad.