1 Reyes 1:1 “Cuando el rey David era viejo y avanzado en días, le cubrían de ropas, pero no se calentaba. Le dijeron, por tanto, sus siervos: Busquen para mi señor el rey una joven virgen, para que esté delante del rey y lo abrigue, y duerma a su lado, y entrará en calor mi señor el rey”
Era rey de Israel. Hombre poderoso. Vencedor de gigantes. Sumamente rico. Dueño de la vida de sus súbditos. Dios lo había favorecido con hijos hermosos y bellos. Tenía todo lo que cualquier ser humano podría desear.
Aparte de todo, tenía la fidelidad de sus soldados. Entre sus guardias personales hubo tres que nadie igualó en valor, arrojo y temeridad. Sus generales eran hombres curtidos en batallas y lo honraban con buenos consejos. ¿Que más podía desear David si no le faltaba nada? ¿Mujeres? Le sobraban. ¿Respeto? Le abundaba. ¿Lujos? Su casa era de cedro puro.
Pero llegó a viejo. Y todo aquel oropel del pasado ahora ya no le servía de nada. Empezó a languidecer quizás sin darse cuenta. Porque cuando se es poderoso el ser humano cree que ese poder lo salvará en su ocaso, cuando el sol de su vida empieza a declinar y la noche se acerca inexorablemente con su manto de oscuridad y frío.
Porque eso era precisamente lo que tenía este rey que en otros tiempos era un aguerrido e intrépido invicto. Frío. Dice su historia que aunque le ponían los mejores y más hermosos ponchos o frazadas cuando se acostaba, no entraba en calor. Y es que hay fríos que no se quitan con ropa de cama. Hay fríos tan profundos en el alma y en el corazón de muchos hijos de Dios que no logran entrar en calor cuando duermen. Porque el frío que le atenaza los huesos no está fuera de su cuerpo. Está dentro de ellos. Como David que había fundado una dinastía de hijos y esposas pero que en su vejez ya no estuvieron con él para darle calor. Porque ese era el frío que tenía David: Frío en el alma. Frío que congela, que duele, frío que paraliza, frío que enfría el cuerpo.
Por eso el sabio consejo de sus soldados era el más sabio: El rey no necesita más ropa de cama muchachos. El rey lo que necesita es otro ser humano que se acueste a su lado para que le transmita su calor y lo haga sentir vivo. Que lo arrope con sus brazos, con el aliento de su boca, con el calor de su cercanía.
Abisag, la joven que encontraron para que le diera calor al rey no era objeto sexual. Dice la biografía de David que no la “conoció”, es decir, no la tocó como mujer. Solo la pusieron cerca del rey para que le transmitiera su propio calor y el rey cobrara aliento.
¿Ve que aislarse no es bueno? ¿Usted cree que no necesita a nadie ni de nadie para vivir? Quizás un poco de tiempo tenga razón. Pero llegará el momento en que el frío de la vida, de la soledad, de la realidad del ser humano le haga sentir tanto frío que suplicará la amistad o la cercanía de alguien para que solo esté a su lado. Solo eso, a su lado.