“Porque tuyo es el reino, y el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén…”
(Mateo 6:13)
La semana pasada compartí que cuando vamos al Rey nos estamos dirigiendo a un Dios grande, temible y misericordioso.¡No tardes en buscarle! ¡Suyo es el poder por siempre y para siempre! Y Sus misericordias son nuevas cada mañana.
Me encantan las salidas que con mi esposo nos damos algunas veces para visitar un lugar hermoso, y al ir en el vehículo me fascina quitarme mis gafas oscuras para contemplar mejor el inmenso cielo hermoso, rodeado de una verde e intensa llanura, flores coloridas y a mi mente viene: ¡Oh Señor cuán grande es tu esplendor!, con razón la Biblia dice: en el Salmo 8:1 dice:
“¡Oh Jehová, Señor nuestro,
cuán glorioso es tu nombre en toda la tierra! Has puesto tu gloria sobre los cielos…
Y esto es lo que queremos destacar en esta sección, que pienses y medites cuán grande es la gloria del Señor, cuán grande son sus asombrosos hechos. Él es el único que puede desarrollar generación tras generación de seres humanos, todos especiales y únicos. Cuando cae la lluvia, que hace que las plantas florezcan y tomen un verdor intenso, mi corazón se torna en agradecimiento pues nuestro Padre, nos permite experimentar su bondad y favor al poder recibir los beneficios de la naturaleza.
Salmo 8:3-4
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
La luna y las estrellas que tú formaste,
Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?”
Si en tu corazón no fluye ninguna alabanza para Dios, díselo con toda sinceridad y clama para que Él te ayude a ser un verdadero adorador.
Te comparto esta vivencia real que le ocurrió a una hermana:
Dos mujeres conversaban en cierta ocasión. La primera, una joven mujer cristiana, la segunda una que no tenía una relación personal con Jesucristo. Estaban charlando acerca del reciente divorcio de una familiar de la segunda dama, a causa del abuso de las bebidas alcohólicas del cónyuge, cuando de improviso la segunda mujer dijo a la joven cristiana: “y usted, ¿cómo ha hecho para que su marido no tenga adicción a las bebidas?” La joven cristiana, algo apenada, solamente alcanzó a decirle: “es que platicamos todo y hemos puesto las reglas en claro”. Cuando la primera mujer se retiró, vinieron los reproches del Espíritu Santo sobre ella, pues no quiso decirle que Dios, en su infinita bondad, era quien había transformado las circunstancias originales de su matrimonio y, por tal motivo, su esposo había dejado la vida mundana. Lo que ocurrió fue que la clásica cobardía, debido al miedo al rechazo por sus creencias, la dominó y no fue capaz de darle la gloria y la honra al Señor. Por el contrario, hizo ver todo como un resultado del esfuerzo propio de la pareja, robándole la merecida gloria al Padre.
¿Le das siempre la gloria merecida al Padre en cada evento sucedido en tu vida?
Con el amor de Cristo,
Helen de López