La mirada de sus verdes ojos, como el limo que se muestra en algunos estanques, la mujer buscaba en medio de las cabezas de los discípulos, al Hombre que liberaría todos sus miedos y temores. Blonda su cabellera al viento, su cutis un poco marchito por las horas de placer en brazos ajenos, el dolor impregnado en su alma, buscaba con ansias ver de cerca a Aquel que le habían dicho que hacía milagros a las almas tristes y acongojadas por el dolor de la vida.
La huella de un animal herido, se nota en los bosques por la sangre que deja en pos de sí, y las almas mártires y fugitivas, también dejan impresa su huella de dolores. Y aquella mujer que, como flor marchita por el paso de la vida, necesitaba ser libre de esos espíritus que la ataban a un pasado de vergüenza, ignominia y dolor.
De pronto, en medio del jolgorio de la gente, el Hombre levantó su mirada. Fue una mirada a través de unos ojos tan azules como el océano bajo la primera luz del sol que refulge en su superficie. Como un lago inmenso de Misericordia y Amor. De esos ojos azules como miosotis, como dos zafiros transparentes por su pureza que taladraron su alma, ambas miradas se juntaron al mismo tiempo. Ella, con sus verdes ojos de esmeraldas y él con sus diamantes azules que brillaban con una intensidad que dejó todo en silencio. Solo las dos almas se unieron en una sola. El universo entero guardó silencio ante aquel milagro de liberación que se estaba llevando a cabo.
Y, en ese silencio en donde el Amor se escucha hablar sin palabras, sin abrir los labios, Dios escuchó en silencio aquellas confesiones que brotaban sinceras, en un deseo de intimidad cándido, engrandecidas por la imaginación extraordinaria del silencio del momento, las dos almas aisladas en pleno éter, como visiones de sueños, como domos de nubes, como caprichosos palacios de luz, alzados en aquella Cabeza apolínea, inclinada inexorablemente hacia los sueños, como el ramaje de un sauce sobre las aguas de un río, se estaba creando un nuevo mundo en el interior de aquella mujer necesitada de ternura, de amor y perdón.
Jesus y la samaritana se unieron en un mismo espíritu para nunca más dejarse uno del otro. Ella, lavando y besando sus pies en aquella fiesta, él, defendiéndola del fariseo que la ultrajaba y la ofendía. Ella, derramando sus lágrimas por él, él derramando su Sangre por ella.