Curioso el título, ¿verdad? Permítame explicarme:
El hombre no se ama. Lo podemos ver en muchos estadios de la vida cotidiana. Cada mañana Juan se levanta temprano, se prepara para otro día de trabajo y se arregla para salir a buscar el bus que lo llevará a su cuadra en donde está la empresa para la que trabaja.
En unos minutos, la parada del bus empieza a llenarse de otras personas con el mismo pensamiento. Todos esperan el bus para que puedan llegar a tiempo o temprano a sus labores. De pronto, a la vuelta de la esquina, aparece el tan anhelado bus. Todos se apretujan para ser los primeros en entrar y lograr un buen asiento.
Codazos, empujones, insultos, golpes y otras cosas se empiezan a ver en aquel grupo homogéneo que hasta hace unos minutos quizá platicaban amistosamente, sonreían y estaban calmados.
¿Que pasó? Cada quien mira por su interés en subir al bus y los demás que vean como se las arreglan. Se acabó la cortesía, la amistad, las sonrisas y lo aparentemente bueno que había hace unos minutos se evapora al momento de lograr un asiento en la camioneta.
Por eso no podemos confiar en el amor humano. Es cambiante. Voluble y débil. El hombre o la mujer dan amor cuando les conviene o cuando pueden, o cuando quieren. Por lo demás, siempre aflora el egoísmo, el egocentrismo y todo lo feo del ser humano.
¿En donde está el problema? El ser humano no se ama a sí mismo. Y paradójicamente es el segundo mandamiento en la Ley de Dios. No podemos amar al prójimo si no nos amamos a nosotros mismos. Alguien dirá: Yo si me amo, pastor. ¡Ajá! veámoslo con lupa:
Juan tiene una mascota. Puede ser un loro, un perrito o cualquier otro animal. Desde el momento que lo adopta como su mascota, empieza a amarlo. Se encariña rápidamente con él, empieza a cuidarlo. Le compra su alimento. Le pone agua fresca todos los días. Lo lleva al veterinario para que le ponga sus vacunas debidas. Lo mima, juega con él, lo saca a pasear por la cuadra para que haga ejercicio y ¡hay! de aquel que quiera hacerle daño.
Si lo lastiman, Juan sufre. Si se enferma deja todo para ayudarlo. Si tiene garrapatas o pulgas gasta lo necesario para que no sufra con esas plagas. Le aplica sus medicamentos religiosamente a sus horas y días ordenadas por su veterinario. Es un pequeño bosquejo de lo que hacemos con nuestra mascota. Es un animal, pero tiene más valor que nosotros mismos.
¿Nosotros mismos? ¿Como así? Veamos otra vez con lupa las cosas:
Juan tiene diabetes. Y es hipertenso. Debiera evitar la obesidad, el consumo de azúcar y las emociones fuertes. Pero no hace eso. Se enoja. Consume demasiada azúcar. No hace ejercicios y su peso sobrepasa los límites permitidos. En una mesa están sus medicamentos que el médico le receta pero no se los toma. En un cajón están las recetas de sus medicinas que nunca compró. No sale a caminar para bajar su peso. No cuida sus emociones. Es sedentario y no le importa nada dejar a su familia si llegara a morir.
¡Ah! Pero está afiliado a una asociación para cuidar el medio ambiente. Los mares hay que mantenerlos libres de plásticos. Hay que proteger a las tortugas y los árboles. Cuidado quién lastime a un delfín. Hay que abrir lugares especiales para cuidar y sanar pájaros heridos.
Entonces concluimos que Juan no se ama. Y si no se ama a sí mismo no puede amar a su esposa, su familia, su cuadra, sus vecinos y a todos los que se mueven en su entorno. Dice que ama a los animales pero de ellos se encarga Dios, en cambio de nosotros nos encargamos nosotros mismos.
Jesus dijo: Dénles ustedes de comer pero lo dijo a los hermanos. Y Pablo dijo que primero a la familia de la fe. No dijo que le diéramos de comer primero a los perros o las gaviotas.
El ser humano no ama. Lo más triste es que esto también se nota en la Iglesia que es donde se debe mostrar el amor de Cristo por los demás. Curioso, ¿verdad?