2 Reyes 4:38-40 “Eliseo volvió a Gilgal cuando había una grande hambre en la tierra. Y los hijos de los profetas estaban con él, por lo que dijo a su criado: Pon una olla grande, y haz potaje para los hijos de los profetas. Y salió uno al campo a recoger hierbas, y halló una como parra montés, y de ella llenó su falda de calabazas silvestres; y volvió, y las cortó en la olla del potaje, pues no sabía lo que era. Después sirvió para que comieran los hombres; pero sucedió que comiendo ellos de aquel guisado, gritaron diciendo: ¡Varón de Dios, hay muerte en esa olla! Y no lo pudieron comer”
Es un hecho que estamos perdiendo a la presente generación. En vez que los jóvenes de esta generación hablen con sus padres hablan con sus teléfonos.
Los padres, afanados buscando entre las piaras del mundo las cosas que necesitan para sobrevivir, se han olvidado de dedicarlos tiempo a sus hijos. Prefieren llenarlos de celulares de alta gama, juegos interactivos y computadores de última generación, antes que llenarles el corazón de amor, respeto, autoestima y paz.
El hogar se ha vuelto un lugar en donde todos confluyen en la noche para comer frente al televisor, olvidándose de platicar entre ellos para saber qué piensan, cuales son sus ideas, qué esperan ser en la vida, cuales son sus esperanzas. Y así, anodinamente, va transcurriendo el tiempo sin dedicarse tiempo entre sí.
Pero como Dios nos hizo gregarios, necesitados de alguien con quien compartir nuestro tiempo, relacionarnos con otras personas, a falta que los padres se dediquen a sus hijos, ellos se ven en la necesidad de navegar en las redes de internet en donde encuentran un sin fin de opciones para entablar relaciones con personas sin rostro, sin calor humano, disfrazados de humanos cuando en realidad muchas veces están a merced de depredadores sexuales, homosexuales o lesbianas que andan en busca de presas necesitadas de calor humano.
A eso me refiero cuando digo que estamos perdiendo a esta generación. Son los jóvenes que no tienen una identidad propia, viven de imágenes prestadas por los deportistas o artistas de moda. Las señoritas (si aun quedan), se visten, se pintan el cabello y se maquillan como sus personajes de moda. No digamos los jóvenes que se cortan el cabello y se visten afeminadamente como sus ejemplos callejeros. Algo se ha hecho mal para que estemos perdiendo a esta generación. A este paso, no puedo imaginarme a los líderes del futuro. A los pastores que se harán cargo de la Iglesia de Cristo si es que aún no ha venido. A los jóvenes que serán padres un día si es que deciden tener hijos o será mejor cuidar perros.
En la historia que encabeza este escrito está el episodio en donde el profeta Eliseo llegó a Gilgal en donde estaba su academia de profetas. Hay hambre y el varón de Dios aprovecha para hacer un milagro.
Notemos que mientras se cocía la olla con el caldo que iban a almorzar, un joven, no un adulto, un joven, salió al campo a traer algo para agregarle a la olla. Sin darse cuenta qué era, cortó unas calabazas silvestres y las llevó a la cocina en donde las agregó a lo que había en la olla. Lógicamente, su inexperiencia no le permitió saber que esas calabazas silvestres eran no solo amargas sino también venenosas. Cuando quisieron comer, de la olla salió un aroma desagradable, un sabor amargo y eso puso en guardia al resto de comensales.
¿Qué había sucedido? Un joven salió al mundo, vio algo que pensó que era inofensivo. Que no eran tan grave tener a ese “amigo” que se depila, se viste de forma rara, que habla palabras insinuantes que lo empezaron a nebulizar, lo empezó a invitar a visitar antros pintados de negro con luces negras y en donde se reunían un montón de jóvenes como él. Cuando se vino a dar cuenta, había echado en su olla, su corazón, veneno social, veneno sexual, veneno que pervirtió su conducta. Una señorita consiguió un trabajo bien pagado y no sabía como reaccionar a las invitaciones perversas de sus compañeros y amigas del trabajo. Los fines de semana empezó a salir con ellos a la playa, a tomar cervezas (no creo que sea pecado una, pastor), de allí a esnifar un poco de polvos blancos solo había un paso. Envenenó la olla de su corazón. Arruinó su potaje.
Y sus padres no se dieron cuenta. Contaminaron su casa, echaron a perder su juventud, su niñez y perdieron su pureza.
Todo porque un joven salió al campo y recogió lo que el mundo le ofreció.