Juan 2:3 “Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino”
Les bendecimos y les deseamos una “eterna luna de miel”. Son las palabras huecas y vacías que muchas veces les decimos a los novios cuando están a punto de abandonar el templo donde se hicieron los votos de que se iban a amar hasta que la muerte los separara…
Tristemente no fue verdad lo que ambos se dijeron delante de tantos testigos que escucharon sus promesas espurias. No pudieron soportar las presiones del matrimonio y fracasaron en su intento de querer amar y ser fieles en las buenas y en las malas.
Porque la mayoría de matrimonios de hoy no se separan por la muerte física de uno de los dos. Se separan porque se muere el dinero, el respeto, la dignidad, el amor, la pasión y otras cosas.
Según las estadísticas, los matrimonios actuales no durarán más allá de los cinco años. Es decir, pueden estar juntos bajo el mismo techo pero por dentro, allá en lo profundo de sus habitaciones ya están separados. Cada quien con su sueldo. Cada quien con sus amigos, su Facebook, sus redes y sus vicios.
No es la muerte lo que los ha separado. Es la presión por mantenerse fieles el uno al otro. Y eso es desgastante cuando no se hace por amor. No por sexo, por amor. Es la presión de los amigos que insisten en llevarlos según la corriente del mundo. Lo que separa a las parejas jóvenes es el deleite y el hedonismo de la época actual. La fidelidad matrimonial ha muerto. Han muerto las esperanzas de vivir juntos y amándose por muchos años. Ya no vemos matrimonios de cuarenta años, excepto de quienes venimos de la época de los ochenta. De la generación pasada que aprendimos de nuestros padres a vivir en armonía junto a nuestra pareja, disminuyendo cuando es necesario en favor del uno por el otro.
Y este fenómeno no es nuevo. Ya sucedió en tiempos antiguos. Menos mal que en aquella fiesta de bodas habían invitado a Jesus para que estuviera con ellos. No se menciona que ninguno de los novios haya salido a darle la bienvenida a Jesus. No vemos a nadie ofreciéndole una silla o un plato de comida por el honor de tenerlo como invitado. Nada. Sin embargo Jesus tampoco lo espera. Simplemente, en silencio, quizá con su tarjeta de invitación en la mano llegó a la fiesta para hacer acto de presencia. Sin esperar aplausos ni pleitesía. Simplemente llegó. Y con él iban sus discípulos y su mamá. Eso nos dice que como familia eran muy conocidos de los novios o de alguno de la familia con suficiente poder de decisión como para que los hayan invitado.
Y, como buena mujer, al ver seguramente que nadie les había ofrecido lo obligado, un vaso de vino, se dio cuenta que se les había terminado. Y empezó un periplo entre ella y su hijo. Simplemente ella le dijo “no tienen vino”. Por eso no les habían ofrecido nada los encargados. Seguramente estaban afligidos porque las cuentas les habían salido mal con la provisión de bebidas y cabal, en el momento de la llegada de los invitados, las tinajas ya estaban vacías.
Es por eso que muchos matrimonios ya no pueden ofrecer nada a sus invitados. Ya no tienen sonrisas que ofrecer. Ya no tienen calor humano que compartir. Se les acabó la ternura, el respeto y el cariño. Sus corazones están vacíos de empatía, por eso ya no pueden ofrecer cariño ni amistad a los demás. Sus corazones se han vaciado en poco tiempo y se quedaron sin nada más que dar. Es cierto, hay bulla, hay sonidos de radio en la casa, hay chirridos oxidados en las bisagras de las puertas, pero ya no hay ternura. No hay abrazos. Ya no hay desayunos con pláticas de sobremesa.
El vino se les ha acabado. El gozo de la vida que tanto desearon se les acabó al poco tiempo de terminar la ceremonia. El vino de la alegría de estar juntos. De compartir no solo una cama pero también de un problema, de una duda, de un embarazo. El vino de la presencia del Señor es lo que mantiene la llama encendida, pero en muchos hogares se ha terminado. No se termina el matrimonio, pero se ha terminado el vino.
Es por eso que el milagro que Jesus hizo tiene importancia capital. Porque solo él puede hacer que en una casa o un matrimonio vuelva a haber vino y del mejor. Porque nuestros esfuerzos por mantener la unión hogareña es el primer vino, el que no tiene acción duradera porque es a base de esfuerzo humano y eso cansa. Pero el vino que el Señor nos ofrece es el mejor. El que no se termina pronto. El que perdura hasta que la muerte, en realidad, nos separe.