En una ocasión cometí un error de conducta. Lastimé dolorosamente a mi esposa. Su confianza, como el cristal, se rompió y se hizo añicos la creencia de que yo era el esposo ideal, el que nunca la haría llorar. No fue así. Sí la hice llorar. Y mucho.
Me costó trabajo pero lo logré. Pasamos un par de días sin poder hablar del tema y darme la oportunidad de levantar mis ojos a sus ojos. Tenía razón. El dolor que le causé fue grande. No tanto como para terminar nuestro matrimonio pero sí algo que le dolió mucho.
Una mañana, cuando me levanté para orar, encontré una nota en mi mesa de noche: Te perdono. Sigamos adelante. A partir de ese momento nuestra relación mejoró, yo mejoré, evité en lo posible repetir el problema (aunque he cometido otros, por supuesto), pero todo se había arreglado antes del desayuno. Cuando llegó la hora, volvimos a desayunar en armonía y compañerismo. Ha sido el desayuno más maravilloso que he tenido.
Fue pura Gracia. No me lo merecía pero mi esposa me la regaló.
A Pedro le hicieron también un desayuno. Ese desayuno arregló todo entre él y Jesus. Y lo más hermoso de todo, Jesus nos sigue invitando a desayunar con él. ¿No es maravilloso?
Nadie pasa por la vida sin fracasar. Nadie.
Pedro no lo hizo. Jacob no lo hizo. El rey David no lo hizo. Salomón no lo hizo. Yo no lo he hecho, ni usted lo hará.
Dentro de cada uno de nosotros está la capacidad para hacer justo lo que hemos decidido evitar. En algún momento, los sementales internos se escapan del corral, y nosotros -por un momento, un día o una década- corremos desenfrenadamente.
Si le ha ocurrido, recuerde el desayuno a la orilla del mar.
Sería sabio reconocerlo, confesarlo y dejar de escondernos. Nosotros, también, nos hemos caído de bruces, nos hemos golpeado duro y nos hemos caído lo suficiente como para cuestionarnos cómo, en nombre de Dios, Dios nos nombre suyos.
No estoy hablando de metidas de pata insignificantes, delitos menores ni errores sin querer.
Estoy sacando a la luz los momentos tipo Jonás en los que le damos la espalda a Dios, momentos tipo Elías en los que huimos de Dios, momentos tipo Jacob en los que nos atrevemos exigirle a Dios.
Cuando reflexiona en sus peores acciones, ¿a donde le llevan sus recuerdos? ¿A un campus universitario? ¿A un motel aislado? ¿A unas transacciones de negocios turbias? ¿Qué temporada de su vida recuerda? La rebeldía de la adolescencia para algunos. La crisis de la mediana edad para otros.
¿Sus días de servicio militar? ¿Sus meses de formación en el instituto bíblico? ¿O quizá cuando abandonó a sus amigos? ¿Cuando traicionó la confianza de su esposa? ¿O cuando abandonó su puesto en la Iglesia? O, quizá lo peor: ¿Abandonó sus convicciones?
¿Se ha preguntado si Dios lo puede volver a usar? Bueno, si aún duda, hable con Pedro. Porque Pedro es un testimonio para la eternidad de lo que Dios puede hacer con los que le fallamos en cualquier área de nuestra vida.
O que tal si platicamos con Pablo. El fariseo, el matador de cristianos, el perseguidor de la Iglesia naciente, el que aplaudió cuando mataban a Esteban. Saulo también es un testimonio de lo que Dios puede y quiere hacer con cada uno de nosotros que le fallamos muchas veces más todas las que faltan aún.
La Gracia del Señor, mis amigos, es suficiente para darnos cuenta que “ni la vida, ni la muerte, ni ángeles ni principados, nada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesus el Señor”.
Así de simple. Jesus aún espera que nos sentemos junto a él en la playa de la vida para tomar un suculento y delicioso desayuno. Le sugiero que no desprecie su invitación. El fuego ya está encendido, el sartén ya está caliente, los frijoles están listos, la sonrisa está a flor de labios… solo falta usted.