Juan 20:27 “Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”
Hace poco estuve en la oficina de un pastor que dice que ha alcanzado el éxito en su ministerio. Lo dice porque su templo, si, su templo y no el del Señor, estaba lleno de gente. Es un edificio muy bonito, con muchas comodidades en las que hace que la gente se sienta tranquila y que por unas dos horas se sumerjan en el ensueño de que están en un pedazo de cielo.
En un apartado hay una cafetería en donde se les ofrece pan con café gratis. Tienen una hermosa sala cuna en donde sus niños son atendidos con mucho primor. Y no digamos que el parqueo es la envidia de cualquier centro comercial de nuestra ciudad. Hasta los carros reciben un trato especial.
En su oficina pude ver una colección enorme de diplomas y títulos. Placas de bronce bien bruñidas. Diplomas bien enmarcados con sus sellos y firmas legibles. Títulos de logros adquiridos a base de, como decimos en Guatemala, de “quemarse las pestañas”, haciendo alusión a las horas de estudio teológico.
Una plataforma enorme con los mejores instrumentos musicales adornaban el templo. Personas del ministerio de alabanza ya preparados con sus ropas que los distinguían del resto de servidores y sin faltar por supuesto, de unos hombres vestidos de negro con unos audífonos casi invisibles que cuidaban las gradas hacia el Altar para evitar quizá, que algún miembro de la congregación quisiera ir a saludar personalmente a su pastor.
Es lo que hoy se llama “influencers”. Son los pastores de última moda. Dientes perfectamente blanqueados. Piel bronceada, un carro de alta gama en su parqueo bajo techo, una esposa radiante, llena de perlas y diamantes y un par de hijos malcriados que creen que son los dioses de la iglesia de su papi.
Al ver todo eso, me puse a pensar en lo que hizo Jesus la vez que Tomás, sí, Tomás el incrédulo le pidió que le mostrara sus credenciales. Tomás es el típico caso del creyente que está cansado de tanta parafernalia religiosa. Estaba cansado de los fariseos y sacerdotes que le cargaban con leyes y reglamentos difíciles de cumplir.
Tomás es el tipo que ya no cree en lo que le dicen. Porque estaba tan decepcionado de su religión que no veía cambios en ninguno de sus líderes ni mucho menos en su propia vida. Tomás necesita pruebas tangibles. Pruebas que demuestren que lo que los maestros de religión dicen es verdad, que ellos mismos han pasado por las pruebas que demuestren que lo que hablan transforma, cambia e impacta sus propias vidas.
Y es cuando me vino a la mente la respuesta de Jesus. Jesus no le mostró diplomas sobre maestrías ni doctorados. No le mostró las comodidades del aposento alto. No le mostró sus títulos ni diplomas. No. Jesus le mostró lo que verdaderamente eran las pruebas físicas y visibles de que lo que había enseñado durante tres años y medio era verdad.
Jesus le mostró las pruebas de que realmente era quien decía ser. Que su Palabra no era de hombre sino del propio Dios. Que Él había dicho que resucitaría al tercer día y que el Padre lo estaba esperando en el Cielo para presentar el Sacrificio Perfecto era verdad. Y Tomás necesita verlo para creerlo. Para Tomás ya no hay tiempo de escuchar más palabras, ahora quiere ver pruebas.
Y Jesus se las da. Tócame, Tomás. Mete tu dedo en mi llaga de la mano. Mira las cicatrices de mi martirio. Mira la herida que el soldado me hizo en el costado. Observa, Tomás, las huellas que dejó la corona de espinas en mi frente. Soy yo, el que dijo que iba a resucitar y que ahora estoy vivo. Y así como Yo vivo, tú también vivirás.
Y Tomás se convenció de que era cierto. Que Jesus había resucitado de entre los muertos. Que había vuelto a la vida. Que no era un sofisma ni un truco religioso más. Ahora sabe que el único que ha dicho la Verdad es Jesus. Y acto seguido, cae de rodillas y adora.
¿Que convencerá a las personas de las congregaciones actuales que Jesus cambia? No son los diplomas ni los títulos ni los carros de alta gama. Son las cicatrices y las llagas que han dejado en la vida de su pastor. Son las huellas que han dejado sus caídas y levantadas. Son las cicatrices de sus fracasos y victorias.
Porque es cierto: Si mi pastor ha logrado mantenerse fiel a pesar de esas llagas en su conducta, su oveja también podrá levantarse y seguir adelante, hasta llegar al final de su camino en Cristo.