1 Sam. 9:2 “Y tenía un hijo que se llamaba Saúl, favorecido y hermoso”
1 Sam. 16:1 “Llena tu cuerno de aceite y ve; te enviaré a Isaí, el de Belén, porque de entre sus hijos he escogido un rey para mí”
Bueno, tenemos que aprender de esta historia. Hay un adagio que me enseñaron desde pequeño: O aprendes de tu propia historia, o aprendes de la historia. En muchas ocasiones tuve que aprender haciendo mi propia historia. Ahora que soy adulto, trato, solo trato de aprender de la historia de los demás.
Por eso evito involucrarme en relacionarme con mujeres porque me conozco. Conozco mi historia a ese respecto y de los golpes emocionales que sufrí y que provoqué. Prefiero entonces caminar como sobre vidrios para no cortarme con algún pedazo que se me atraviese en el alma.
Dos reyes. Ambos ungidos por el mismo profeta Samuel. Ambos puestos por Dios para que gobernaran el pueblo de Israel. Ambos ungidos por el mismo aceite y por la misma redoma.
Uno tuvo miedo de la gente. En diversas ocasiones, cuando el Señor le ordenó que acabara con un rey llamado Amalec y que lo terminara, él mismo nos cuenta de su estruendoso fracaso cuando le responde al profeta que el pueblo se enamoró de lo mejor del botín y que no quisieron matarlo, tampoco acabaron con el rey Amalec sino le perdonaron la vida. Algo que Dios había dicho que no hicieran, pero él quiso agradar al pueblo.
En otra ocasión, el profeta le dijo que lo esperara para ofrecer el sacrificio adecuado antes de salir a una batalla. Como el profeta se tardó un poco, este rey se dio cuenta que sus soldados habían empezado a desertar y tuvo miedo de quedarse sin protección. Entonces hizo lo que se le dijo que no hiciera: que no podía ofrecer sacrificios a Dios sencillamente porque aunque era el rey, no era sacerdote autorizado para hacerlo.
Desobedeció por miedo a perder su popularidad. Ese fue todo el problema de este rey llamado Saúl. Saúl es el típico ejemplo del pastor, líder, diácono o encargado de alguna área de la Iglesia que no obedece las instrucciones porque no quiere parecer mandón o darse mala fama. Pero en el Reino de Dios eso no cuenta. En ese Reino que es perfecto, solo cuenta la obediencia más que los sacrificios.
Pero vemos que aún hay pastores que prefieren endulzar el Evangelio de Cristo antes que hablar la Verdad de la Palabra por miedo a que la gente se les vaya. Y, claro, si la gente se les va, él deja de percibir sus ganancias financieras. Si la gente lo abandona, se siente fracasado, su autoestima se desmorona y sus títulos solo se quedan pegados a la pared sin ningún efecto. Es el efecto Pigmalión del hedonista, el orgulloso, narcisista y egocéntrico. Es el que no soporta que la gente no lo admire. Es el que tiene miedo de perder sus fans en sus redes sociales, es el que si no aumenta sus likes se siente deprimido.
Y Dios tuvo que quitarlo de en medio. Estaba destruyendo antes que construyendo el Reino del Cielo. No pudo cumplir el llamado porque, según nos cuenta el historiador, era “favorecido y hermoso”. Allí está el problema de este hombre que no supo ser un hombre. Su guapura le sirvió como pretexto para ser admirado y aplaudido. Y cuando los aplausos ya no fueron para él, sencillamente se dedicó a buscar quien lo había suplantado en sus redes sociales y fue en su busca para matarlo.
El otro rey es David. Hay mucho que decir de él, fue el antagonista de Saúl en todos los sentidos. David fue el antípoda de lo que hizo el anterior rey. David fue un guerrero valiente. Sincero para hablar. Franco para aceptar sus errores y sus yerros. Humilde para humillarse delante de Dios y del pueblo. Sabia pedir ayuda a sus oficiales. Si era cuestión de justicia, hacía lo correcto según lo ordenado por la Ley de Dios. No fue perfecto, pero en asuntos espirituales se lleva el premio.
Cuando le falló a Dios inmediatamente caía de rodillas implorando perdón. Algo que nunca hizo Saúl. David se distinguió por su carácter de caudillo tanto como de siervo de su Dios. Gran amante, es cierto, pero también humilde para aceptar el regaño de uno de sus generales cuando se puso a llorar por su hijo Absalón. David es el paradigma de la verdadera hombría.
El rey David nos dejó un legado de distinción espiritual y público. No se avergonzó de danzar a toda fuerza ante el Arca de Dios a pesar de la crítica y murmuración de su esposa. David fue un rey totalmente diferente a todos los reyes de Israel ya que cuando sufría, luego de platicar con el Señor, tomaba su pluma y se ponía a escribir sus oraciones en forma de salmos. Era músico, poeta y soñador. Todo para agradar no a los hombres sino a su Dios que lo había ungido como rey.
Dos reyes. Ambos ungidos por el mismo profeta, con el mismo aceite y la misma redoma: ¿A quien imita usted?