Mateo 5:3 “Bienaventurados los pobres en espíritu, pues de ellos es el reino de los cielos”
¿Tres veces dichosos los pobres?
Ah… entonces hay que ser pobres para ser dichosos. Eso era lo que enseñaban en aquella iglesia en donde me convertí al Señor hace ya unos cuarenticinco años. Nuestro pastor nos decía que el oro, la plata y el dinero eran del Diablo. Y nosotros le creímos. Así que cuando alguien llegaba -como yo, recién convertido- con una cadena de oro al cuello, los diáconos se nos quedaban viendo como que llevábamos una serpiente enrollada. Paso seguido nos la pedían para echarla al infierno. Nunca supe si en realidad lo hacían o se quedaban con ella.
Ahora que tengo otra perspectiva sobre el Evangelio de Cristo me doy cuenta que me engañaron. Como aquella historia de Juan. ¿La conocen?
El pobre Juan se convierte a Cristo en una aldea de su ciudad y le dicen que es pecado reírse, porque la risa es del Diablo, que es pecado comer bastante, así que hay que ayunar todo lo que se pueda para ser santo. Que mientras más flaco menos pesará a la hora de irse al cielo. Le engañaron diciéndole que era pecado vestirse con ropa elegante, que lo correcto era el blanco y el negro. Que estrenar zapatos no era lo que Dios aceptaba, que había que andar roto, macilento, más pálido que una papaya verde, que usar enjuage bucal era del infierno, que echarse vaselina en el pelo para andar bien peinado lo aborrecía Dios. No era bueno disfrutar de un buen chiste, una sabrosa coca cola, de enamorarse de una bonita mujer.
Como al pobre Juan, a mí también me dijeron que la barba era del infierno, porque era lo primero que agarra fuego por las llamas, así que cuando me convertí al Señor, fui rápido a mi casa y me rasuré, me rasuré tanto, que hasta la fecha, a mis setenticinco años no he podido dejarme otra vez la barba. Ahora por las canas, pero nunca olvidaré esa falsa enseñanza.
Y cuando quise estudiar Teología en el Seteca, allá en Guatemala, mi pastor me regañó diciéndome que allí me iban a enseñar cosas del mundo y no del Cielo. Así que por gusto pagué mi inscripción porque no me dejaron poner un pie en ese instituto. Pasados muchos años pude concretar mi sueño y ahora tengo una Maestría en Divinidades, un Doctorado en Ministerio Pastoral y varios Diplomados en consejería familiar.
Si el pastor que me ganó para Cristo lo supiera me los pediría para prenderles fuego. Porque para él, solo la Reina Valera del ´59 es lo que vale. Todas las demás Biblias son del mundo.
Años después me di cuenta que me engañaron. La ignorancia escritural de aquel entonces provocó que muchos de nosotros imitáramos lo que nos enseñaban en aquellos púlpitos. Entonces, consecuencia lógica, también tuvimos nuestros momentos de legalistas. No aceptábamos ser prósperos ni soñar con disfrutar la vida. No. Todo eso es malo. Si vamos a la playa, que sea el lugar más sucio y asqueroso porque solo los hijos del Diablo pueden tener una playa limpia y de arenas blancas. Nosotros, los evangélicos, los que sí somos hijos de Dios, podemos bañarnos en arena y no en agua. Caminar entre las piedras para purificar nuestros pecados, antes que caminar en senderos de hierba verde e irnos al infierno.
Total, que para aquel tiempo, todo era del Diablo. Es decir, Dios, el Creador de todas las cosas para que las disfrutáramos con placer no era dueño de nada. Resultó que nos engañaron porque entonces quería decir que Dios no hizo nada bueno. Al contrario de lo que dice el Libro de Génesis que “vio que todo era bueno” era mentira.
Hasta que, como dijo Pablo, ¡gracias doy por Jesucristo! que me abrió los ojos y me hizo ver que la ley mata. Mata el gozo, la alegría, los sueños, los proyectos, los deseos de disfrutar de un Evangelio que produce paz, que quiere que los que creamos en el Hijo de Dios tengamos todas las añadiduras que su Reino promete.
Hasta entonces entendí lo que dice Jesus en Mateo. Que lo verdadero es ser pobres en espíritu no en billetera. Que aunque la billetera esté rebosante de dinero mi corazón y mi alma deben sentirse tan pobres que siempre necesitaré de la bendición del Señor. Que la pobreza no es virtud sino maldición. Que la prosperidad es un deseo de Dios porque lo dijo en Juan: “Amados, yo deseo que sean prosperados en todo…”
Así que si usted que me lee, ha estado creyendo que no tiene derecho a comerse un buen asado en el mejor restaurante de la ciudad, un buen trozo de entraña con tortillas salidas del comal, de disfrutar de una buena limonada con sabor a fresa, de vestir un buen traje de quinientos dólares, un par de zapatos de cien dólares y una hermosa esposa que le haga presumir de ella…le han engañado también, mi querido hermano Juan. No deje de ser humilde y sencillo, pero disfrute de su bienestar físico, emocional, espiritual y financiero.
A eso vino Jesus: a deshacer las obras del Diablo.