Génesis 30:23-24 “Y ella concibió y dio a luz un hijo, y dijo: Dios ha quitado mi afrenta.
Y le puso por nombre José, diciendo: Que el SEÑOR me añada otro hijo”
Era hermosa. En toda la extensión de la palabra. Bella como ninguna. De hermosa figura y hermoso semblante. Tanto que cuando Jacob la vio lloró. ¿Se puede llorar al ver tanta hermosura? Creo que sí. Las emociones se desbordan. Los ojos, al contemplar la belleza de una mujer hecha casi perfecta no logra controlar el torrente de lágrimas que pueden brotar del fondo del corazón.
A los que nos gusta la estética nos pasa eso. Quedamos asombrados cuando vemos en alguna portada o anuncio un rostro casi perfecto. Ojos color de cielo. Labios sensuales. Pómulos que resaltan el marco de un rostro hermoso.
No, no se preocupen. No estoy hablando de adulterio. Estoy hablando en el más puro y sencillo lenguaje de lo bello. De lo que Dios es capaz de hacer con un poco de barro. Creo que eso fue lo que quisieron descubrir los griegos cuando hicieron las estatuas que demostraban lo hermoso del cuerpo, de un rostro que iluminaba el día del que lo imaginó. Los griegos fueron unos estetas formidables. Luego vino Miguel Angel con sus manos que supieron plasmar esos monumentos tan fabulosos que cuentan que un día, cuando ya había terminado su “David”, se puso a llorar porque le preguntó sin recibir respuesta: “¿E perqué non parla? (¿por qué no hablas?).
Esa es la frustración más grande cuando alguien ve algo hermoso y no recibe ningún estímulo de parte de ese “algo” que le ha atraído la atención.
Jacob vio a Raquel y lloró. Lloró de emoción, de estupefacción ante tanta belleza e inmediatamente se sintió atraído hacia ella. A partir de ese momento su corazón quedó prendado por aquella joven de hermosa figura. Lo demás es agua pasada. Sus años de trabajo por ella, los sufrimientos que Labán le causó, las lágrimas de dolor y enojo, todo valía la pena con tal de tener a su lado a esa hermosa muchacha.
Y pidió la mano de la joven. Hicieron las concesiones del caso. Se habló de la dote, de las obligaciones y los privilegios. Todo quedó plasmado ante testigos que en un tiempo señalado Jacob recibiría el premio mayor cuando la tuviera en sus brazos.
Usted y yo nos proponemos hacer algo y las eventualidades cambian nuestros planes. Le susurramos a la vida nuestras intenciones y ella, la vida, estudia si consentirlas o no. Elegimos qué hacer, sí, pero es la vida quien se encarga de allanarnos o no el camino.
Dicen que somos dueños de nuestro destino, pero… de pronto todo se da vuelta. Como la tortilla en el comal, cambia de posición, porque todo cambia. Todo fluye. Sin embargo, ¿decidimos libremente hacia donde ir? Vamos de aquí para allá como títeres controlados por fuerzas ¿inevitables?
Tanto tiempo trabajando por Raquel que Jacob no se dio cuenta de cuan rápido pasaba el tiempo. Porque para un enamorado el tiempo no es tiempo. No cuentan los minutos ni las horas. Lo que se anhela con tanta pasión nos hace perder el significado del tiempo. Y eso fue lo que vivió nuestro héroe.
Pero no todo lo que brilla es oro. Hay algo escondido en toda belleza. Por fuera se puede ser bello y hermoso, pero, como la historia de la “Bella y la Bestia”, por dentro se esconde algo que no nos va a gustar de ninguna manera. Tenemos que estar preparados para esa eventualidad. El jorobado de Notre Dame escondía dentro de él un corazón de oro aunque por fuera parecía un espanto.
¿Cual fue la sorpresa de Jacob ante tanta belleza exterior? Dos cosas: Una, era estéril. No podía concebir hijos. Dos: Era insaciable. Y ese es el detalle que quiero señalar en este escrito. No podemos confiar en la belleza exterior hasta no conocer lo que se esconde en el interior. Raquel era bella, sí, pero era egoísta e insatisfecha. ¿Se lo demuestro?
Después de un periplo con su hermana a causa de los hijos que ella tenía, Dios le concede ¡al fin! tener un niño. Y el nombre que le puso nos indica su carácter. Le puso José. Que significa ni más ni menos: Dios me añada. Eso quiere decir, parafraseando a Raquel: Gracias Señor por este niño. Gracias por quitarme la esterilidad y darle a mi esposo un hijo. Pero, ¿sabes que? Quiero otro. Dame otro hijo. A mi hermana le has dado varios. A mí, ya que empezaste, añádeme otro bebé.
Esa es la tragedia que dominaba la vida y existencia de aquella belleza mencionada por las Escrituras. Egoísmo. Envidia. Insatisfacción. Pero el cascarón era hermoso. Dicen que en los frascos más bellos y de vidrio labrado se puede esconder el veneno más mortífero.
Tengamos cuidado muchachos y muchachas…