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lunes, noviembre 25, 2024

El publicano…

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Mateo 10:3  “Mateo el publicano…”

Bueno, vamos a ser sinceros…

A nadie de nosotros nos gusta que nos recuerden nuestro pasado. Es una verdad ineludible que todos o casi todos tratamos de esconder nuestros actos del pasado que nos avergüenzan, que nos hacen sentir malos, fracasados o inútiles.

Porque esa es la verdad interna dentro de nosotros.  Muchos, aunque no lo queramos, fuimos parias en el mundo. Anduvimos de un lado a otro buscando nuestra identidad y no la hallamos por mucho que nos esforzamos.

Entonces vino el segundo paso: fingir.  Fingir lo que no éramos.  Algunos, Gloria al Señor, logramos alcanzar cierto nivel intelectual.  Logramos algunas metas que nos hicieron sentir bien con nosotros mismos y nos proveyeron las herramientas necesarias para salir adelante en nuestro caminar social.

Alcanzamos cierto nivel de estudios que nos hicieron creer que habíamos alcanzado la cumbre del Everest y que nadie se nos podía igualar, hasta que conocimos a alguien màs inteligente, màs letrado, con màs maestrías y títulos que opacaron nuestros pequeños logros.

Y volvimos al circulo vicioso nuevamente: fingir.  Fingir que éramos lo que no éramos en realidad.  Y en lo privado de nuestro interior, o cuando llegábamos frente al espejo nos dimos cuenta que éramos una farsa.  Que nada de lo que decíamos ser era verdad.  En nuestro interior sabíamos que todo era mentira, que era falso, que todo era puro oropel sin ningún valor como para hacernos sentir seguros.

Por ùltimo, vino el temor. El temor a ser descubiertos. Y empezó una vorágine de estrés por mantener la ficción a toda costa. Tratàbamos de impresionar a los demás con buena ropa, con una sonrisa siempre a flor de labios, el olor de una loción cara y una presentación impecable.

Pero nuevamente, la realidad nos alcanzaba cuando a solas nos dimos cuenta nuevamente que estábamos fingiendo.  Y el fracaso nos golpeaba con su dura verdad.  No, no era cierto lo que decíamos o tratábamos de hacer para impresionar a los demás.

Hasta que llegò Jesus. Bendito sea su Nombre. Jesus nos puso contra la espada y la pared.  Al encontrarnos con èl, el castillo de naipes se vino abajo. Toda aquella película al estilo Hollywood se terminò, se acabó la función y salimos al verdadero mundo.  Al mundo de la realidad y dejamos atrás la ficción.  Nos dimos cuenta quien en realidad somos. Y conocimos la verdad. Y la Verdad nos hizo libres.  Libres para no seguir fingiendo ni tratando de impresionar a los demás porque hasta entonces hallamos nuestra verdadera identidad. ¡Uff! què alivio ya no ser lo que no somos. Ahora somos lo que dice Jesus y no lo que dijeron los demás o hasta nosotros mismos.

Eso sucedió con un señor llamado Levi.  Era judìo de nacimiento. Perteneciente a la raza “superior” de los tiempos del Segundo Templo. Conocía al dedillo la Torà de Moisès. Sabía perfectamente que no había que hacer ciertas cosas feas pero de todas maneras las hacía. Tenìa unos amigos que para què les cuento. Su círculo social se circunscribía a todos aquellos que eran como èl: mañosos, tramposos y toda una caterva de personalidades que fingían ser muy espirituales porque guardaban el sàbado. Hacìan largas y muy floridas oraciones. Daban limosnas y se golpeaban el pecho fingiendo arrepentimiento cada Yom Kipur.

Pero era un mañoso de primera. Trabajaba para el Imperio romano y era cobrador de impuestos. Es decir, estaba en su salsa. Porque el Imperio, por ejemplo, le exigía que cada día entregara a sus arcas unos dos mil dólares. Levi cobrara cuatro mil y entregaba su cuota.  El resto era de èl. Se imaginan entonces la clase de cobrador que era. Ambicioso en su máxima expresión.  Eso le permitía vivir bien, a la altura de los màs ricos de la ciudad y de la religión. Se codeaba con la flor y nata de su tiempo.

¿Era querido por casualidad por sus paisanos? En absoluto. Al contrario: era odiado. Odiado porque los esquilmaba cuando cobraba los impuestos. Ni modo, había que sacar su sueldo. Así que ese odio y ese rechazo lo limpiaba cada fin de semana cuando cerraba su oficina y se iba a su casa a participar del Shabat.  Asi le había tocado la vida y era feliz. Por lo menos eso creìa èl, que era feliz.

Hasta que un Carpintero pasò a su espalda, le tocò el hombro y sin que nadie se diera cuenta, acercándose a su oído, como en un susurro le dijo una palabra que cambiò todo: “Sígueme”.  Eso fue todo. Pero ese todo fue lo que derrumbó su castillo de naipes. Fue un soplo divino lo que le cimbrò su interior. Se removieron sus títulos, sus diplomas, su falsa modestia, su religión y dice la historia Divina que dejándolo todo al instante, recogió lo que tenìa en su escritorio y abandonò el puesto.  De allì en adelante, cuando se viera al espejo, este ya no le devolvería la imagen de un farsante, de un engañador ni tramposo. Todo fue transformado en su vida.

Es por eso que cuando se menciona su nombre, para no equivocarnos de personaje, èl mismo en otras ocasiones no duda en poner su nombre seguido de quien se trata: Del publicano. Sin una pizca de vergüenza ni falso orgullo. Mateo “el publicano”. Es decir, el que había traicionado a su pueblo. El que los había exprimido. El tramposo, pues.

¿Se avergüenza usted de su pasado? ¿Todavía se disfraza de lo que no es o se muestra tal y como Jesus lo ha transformado?  Mateo nos enseña que hay que ser valientes para aceptar que no fuimos las joyas de la corona, al contrario, fuimos lo que no éramos, hasta ahora que Jesus nos ha dado nuestra verdadera identidad.  Levi dejò de ser lo que èl decía que era para ser lo que dijo Jesus que era: Mateo. Mateo sin otro apellido.

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