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lunes, noviembre 25, 2024

Nada es nuestro

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Levítico 25:23 “La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es…”

Se matan por ella. Hermanos, familiares y parientes se pelean constantemente por un pedazo de tierra.

Un rey quiso que uno de sus conciudadanos le vendiera su viña. Éste le dijo que no podía aunque el comprador fuera el rey del país. Llegó triste a su casa por el enfado de no haber logrado lo que quería.  Su esposa le aconsejó que dejara ese asunto en sus manos. Tramó una mentira y orquestó que el dueño de la viña fuera ejecutado para que su esposo el rey pudiera tomar la viña como propiedad suya.

Es la historia de Nabot. Está en la Biblia.  Lo único que Nabot deseaba era mantener la orden del Señor: Que la tierra no podía venderse. Era una herencia de sus ancestros, por lo tanto, había que respetar lo que Dios había dicho.  No, no se puede vender. Lo lamento.

Hoy la historia no ha cambiado.  Hoy no se trata de no vender la tierra.  Se trata de no vender el honor.  El honor de un nombre, de una esposa, de un hijo, de un testimonio.

Si hay algo valioso que no debemos negociar es el honor del nombre. Porque el nombre es lo que le legamos a nuestros hijos.  Porque en el futuro ello serán honrados por el buen nombre que los padres les legaron o serán despreciados por el mal nombre que recibieron.  Les perseguirá la mala fama, el deshonor familiar, las consecuencias del mal comportamiento de sus padres en el pasado.

Eso lo estamos viendo actualmente en muchas personas que se dedican a la política y se encumbran tanto que se creen dueños de lo que no les pertenece.  Así como la tierra es de Dios y no se puede vender, así también el dinero.  Dice la Palabra que Dios es dueño del oro y la plata. 

Si esto es así: ¿Por qué no entienden esto los hombres?  ¿Como es que ellos se creen dueños de lo que claramente dice Dios que es de él?  La respuesta está en que ellos ignoran o quieren ignorar lo que dicen la Escrituras.  Y esa es la causa de muchos fracasos en hombres y mujeres que pudieron legar a sus hijos un buen nombre.  Como se dice en la jerga callejera: Arruinaron su nombre.  Porque lo mejor que podemos dejar a nuestro paso es un buen nombre, insisto. 

Eso es lo que dice el proverbista: Mejor es un buen nombre que las muchas riquezas.

Entonces, triste y dolorosamente, tenemos que comprender que tienen que pagar las consecuencias de haberse apropiado de lo que no era de ellos. 

Abram fue un hombre distinguido por Dios.  Lo favoreció con engrandecerlo, bendecirlo y darle tanta bendición que él mismo sería de bendición. 

Pero también él, como nosotros, tuvo su lado oscuro.  Hubo hambre en la tierra de su tiempo. Tenía que buscar comida y sustento para su vida y sus animales.  Cuando se dio cuenta que la cosa iba para largo, tuvo la brillante idea de ir a Egipto a buscar alimento. 

Pero hizo lo que nunca debió hacer: Poner en peligro a su esposa. Y no dudó en hacerlo. Tramó un engaño diciendo que ella era su hermana y no su esposa. Faraón la tomó y se la llevó a su harén para que la prepararan porque en algún momento iba a llamarla para que durmiera con él. 

Todo iba bien con Abram. Era conocido por sus altares, por su relación con el Señor, por tener Su favor y su bendición.  Pero eso no le bastó a este patriarca. Permitió que la duda y el temor llenaran su corazón y no prestó atención al honor de su esposa. La expuso vergonzosamente a que fuera llevada el harén con tal de salvar su vida.

Hoy, cada vez que se predica sobre la vida de este gran hombre, no puede dejar de hablar de este fracaso.  El honor de una persona es sagrado. Deshonrar a alguien es hablar mal del mismo Dios que lo ha creado.

Nada es nuestro. Ni siquiera el derecho de denigrar y hablar mal de nadie. Ese es el fracaso de los políticos que aspiran a puestos de importancia de un país: Basan sus discursos en hablar mal y expresar diatribas en contra de sus contrincantes y luego, cuando ya están en el poder, hacen cosas peores que sus antecesores. No vieron sus vigas por estar viendo las pajas en ojo ajeno.

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