2 Timoteo 4:13 “… y los libros, mayormente los pergaminos”
Este lunes pasado, 13 de Diciembre 2021 hice un viaje relámpago a Guatemala, después de dos años y pico de no salir debido a la pandemia y las restricciones para viajar.
Pero me urgía hacerlo porque necesitaba cumplir un deber: Visitar y almorzar con mi pastor Vlady Vasquez. Normalmente nos encontramos en algún restaurante para compartir unos minutos de su sabiduría y conocimiento de la Palabra de Dios, pero ahora, debido a los problemas que todos conocemos, no había podido cumplir con ese deber. Mi esposa y yo nos pusimos de acuerdo en que tenía que hacerlo antes que terminara el año.
Fueron momentos de mucho conocimiento. Vlady, como siempre que lo visito, drena mucho de su conocimiento y me enriquece mi acervo espiritual agregando sus enseñanzas a lo que el Señor me regala personalmente.
Visitar a mi pastor, entonces, es un alto honor que tengo ya que es un hombre de Dios accesible, que no escatima tiempo ni distancia desde su casa hasta el lugar donde nos reunimos para tomarnos un delicioso almuerzo y reírnos un poco de la vida, de los avatares diarios y compartir las Perlas de la Palabra.
El hombre que escribió la carta a Timoteo está en el corredor de la muerte. Asombrosamente, a diferencia de los prisioneros que están en esas condiciones y que según las notas periodísticas nos enseñan, ellos piden su mejor comida, piden sus antojos y otras cosas a que tienen derecho antes de recibir la inyección letal que terminará con sus vidas.
Pablo, en cambio, no le pide a su discípulo Timoteo que le lleve un delicioso pescado a la vizcaína ni una buena porción de Tiramizú. No. Lo primero que le pide es que vaya a verlo antes que llegue el invierno, y, aprovechando -le dice-, que va a llegar, que le lleve los libros.
¿A quien, que está a punto de ser entregado al verdugo, se le ocurre pedir libros? ¿Por qué no pedir algo más que antes no había podido disfrutar? Pero es que Pablo es singular. Pablo no es un reo común y corriente, no es del montón. Pablo, el erudito, el encargado de poner los cimientos de la fe en Dios a las iglesias de Asia, lo que le pide a su hijo espiritual es que le lleve libros.
Porque quiero seguir aprendiendo, Timoteo. Necesito seguir leyendo, necesito seguir llenandome de lo que Dios tiene para mi, necesito seguir agregando conocimiento a mi conocimiento. Tengo hambre, Timoteo, pero no de comida. Tengo hambre de Dios, tengo hambre de la Palabra, porque lo que he conocido hasta ahora no le basta a mi alma y necesito más de la revelación del Señor para mi vida.
“Ven pronto a verme, antes que llegue el invierno, y tráeme los libros, mayormente los pergaminos” ¿Para qué pergaminos? Para escribir Timoteo. Necesito, antes de irme de esta tierra, dejar por escrito mis pensamientos, mis ideas, las instrucciones que te servirán a ti y a una pléyade de lectores que un día encontrarán en mis páginas el agua que sacie su sed y su hambre de Dios.
Ese es el reo más famoso de la historia cristiana. Un hombre que aún en sus últimos momentos en la tierra, al igual que su Mentor, el Señor Jesus, aprovechó cada segundo para dejar enseñanzas a sus seguidores. Con razón uno de los consejos a su alumno más aventajado, el mismo Timoteo, le dice en una de sus cartas: Aprovecha el tiempo. Exhorta a tiempo y fuera tiempo. Porque para Pablo, el tiempo lo es todo. El tiempo de enseñar, de leer, de compartir y de vaciarse para volverse a llenar era importante.
¡Qué ejemplo más hermoso el que nos deja este hombre tan especial! Aprovechar para leer, para estudiar, para escribir. Para dejar un legado imborrable en la mente y el corazón de sus alumnos y discípulos.
Cuántos de nosotros tenemos el privilegio entonces, de viajar no importa a donde, no importa la distancia, no importa el tiempo invertido, con tal de recibir esos misterios que Dios le ha dado a nuestros mentores, pastores y maestros.
¡Gracias Pablo por ese detalle que le mencionas a Timoteo! ¡Gracias Vlady, por haberme dado esos minutos el lunes, minutos en que dejaste enseñanzas que guardaré en mi corazón!
Y como decíamos cuando éramos patojos: Cuando yo sea grande, quiero ser como tú…