Mateo 9:2 “Y le trajeron un paralítico echado en una camilla; y Jesús, viendo la fe de ellos, dijo al paralítico: Anímate, hijo, tus pecados te son perdonados”
Bueno, vamos a ser francos con nosotros mismos. Porque sabemos esconder bien las cosas feas de nuestra vida. Nos disfrazamos con un buen traje, un buen perfume, maquillaje y un excelente recorte de uñas.
Por decirlo de alguna manera, somos maestros del disfraz. Sabemos fingir una vida de excelencia, para que otros que también hacen lo mismo, crean de nosotros lo que queremos mostrar. Especialmente en público. Porque dentro de nuestras cuatro paredes todo es distinto.
Allí se cae el maquillaje, nos quitamos el traje de superhombres o supermujeres y nos convertimos como aquellos personajes de Jekyll y el Señor Hyde, en unos simples mortales, personas de doble moral o doble vida.
Y es que eso lo traemos desde la niñez en donde nuestros propios padres nos enseñaron a fingir. En el súper, mamá nos decía: “cambie esa cara” “ponga cara de tranquilidad para que las vecinas no nos vean tal como somos” Y así fuimos creciendo, fingiendo en todas parte que todo estaba bien, aunque por dentro ardiéramos de rabia o enojo.
Porque, usted lo sabe bien si es padre o madre, que lo que realmente importaba no era como nos veíamos nosotros, sino como se verían nuestros padres si la gente nos veían malhumorados o haciendo berrinche. Lógicamente, a quien criticaban era a ellos y no a nosotros. Por lo tanto, aprendimos de ellos que para que ellos se vieran bien y tuvieran buena opinión de sus amigos y vecinos, nosotros teníamos que fingir que estábamos bien, aunque tuviéramos el estómago vacío con una sinfonía tripal que se escuchaba en todo el barrio.
Pero para nuestros padres, mientras sonriéramos y fingiéramos que estábamos bien, todo también estaba bien. Los trapos sucios, muchachos, se lavan en casa.
Y, ahora de adultos, nos es difícil dejar esa costumbre. Quedó tatuada e imborrable en nuestra alma que seguimos viviendo ese estilo de vida. Con perdón de los cultos, como se dice en Guatemala: comiendo frijol y eructando pollo. Así es la vida muchachos, así es la vida.
Todo esto me viene a la mente cuando leo el pasaje del paralítico que unos amigos llevaron en su camilla, rompieron el techo en donde Jesus estaba enseñando, para que lo sanara. Ellos habían escuchado que Jesus hacía milagros de sanidad, y tratando de ayudar a su amigo, los cuatro decidieron llevarlo hasta la casa en donde era la reunión, sin saber que iba a estar llena. Pero cuando la amistad es verdadera, no hay obstáculos que nos impidan lograr nuestros propósitos. Sin dudarlo, rompen parte del techo y bajan a su amigo paralítico ante Jesus sin importarles las críticas o malestares que ocasionaron.
Bueno, pero lo que quiero enfatizar no es el hecho de haberlo llevado en hombros ni haber roto el techo. Lo que sigue es lo que me impacta y quiero ver si le impacta a usted también.
Jesús, viendo la fe de ellos, dijo al paralítico: …tus pecados te son perdonados.
Aquí esta el asunto en cuestión: ¿De que pecados habla Jesus, si el hombre estaba postrado en una camilla y no podía moverse ni ir a ningún lado a cometer pecados? ¿Cómo, estando sin poder moverse y mantenerse postrado, Jesús le perdona sus pecados?
Ah, es que Jesus sabe cosas que nosotros no sabemos. Que hay pecados que se cometen sin siquiera mover ni una uña del dedo gordo del pie. Jesús conoce el corazón del hombre, y no solo del paralítico, también conoce el nuestro y sabe que aunque estemos “postrados” en santidad, nuestra mente, nuestro corazón y nuestra alma siguen estando activas. Es decir, no podemos mover el cuerpo, pero si podemos mover el corazón.
Los pecados que Jesus le perdona a este hombre son los pecados del corazón: La intriga, el chisme, el odio, rencor, amargura, maldiciones, pensamientos blasfemos y toda una pléyade de pensamientos que brotan desde dentro de nuestro interior.
Como escribí más arriba, este hombre estaba tieso en su camilla no sabemos cuánto tiempo, pero por dentro quizá hervía una olla de presión que algún día iba a ser descubierta, y ese día llegó la tarde o mañana que sus amigos lo presentaron a Jesus.
Bajo esta premisa, usted o yo o quien lea esto, puede saber que para Jesus no importa si estamos en camilla o en un Mercedes Benz, él conoce perfectamente de qué necesitamos perdón.