Hace unos años, en nuestra congregación de Visión de Fe, levantamos un departamento de servidoras para llevar comida a las madres que se quedaban a cuidar a sus niños enfermos en el Hospital Bloom, muy cercano a nuestro edificio de aquel entonces.
La visión era cocinar en la tarde los alimentos que todos aportábamos voluntariamente, que prepararan unos cuarenta platos para que a la hora de la cena, las hermanas las llevaran a la sala donde las madres se reunían en un anexo del Hospital.
Allí vimos varios milagros a través de los testimonios de las madres que recibían sus alimentos sin ningún costo, excepto declarar que Jesus era su Señor y Salvador. Las hermanas se sentían satisfechas y bendecidas por cada palabra de agradecimiento de las mujeres beneficiadas, declaraban la Gloria del Señor por haberles dado la oportunidad de servir como instrumentos de bendición para aquellas mujeres necesitadas de una mano amiga que les levantara su fe y les enseñara a confiar en la Providencia del Señor Jesus.
Desde entonces, el Ministerio Dorcas ha sido recordado como una etapa gloriosa de nuestra congregación y aún se guardan diplomas, recortes de prensa que alguien se encargó de testimoniar para la historia. Fue una etapa muy hermosa en nuestras vidas. Tuvimos el privilegio de vivir de primera mano lo que la iglesia debe y tiene que hacer por aquellos que giran a su alrededor.
Sin embargo, como nunca falta el pelo en la sopa, cuando en una ocasión estaba yo levantando la moral del pueblo para que ofrendaran alimentos de toda clase para la semana que se avecinaba, una hermana de larga trayectoria en nuestro círculo, muy conocida, quizá cansada de dar cada semana, declaró en alta voz: “a mí me debieran dar comida”. Esa frase nunca se me olvidó no por lo que dijo, sino por quien la dijo. Era una mujer -según yo-, de fe, de creencia muy firme en el misterio del dar y que aportaba una buena ración de comida semanalmente, pero en esa ocasión, su corazón se abrió y dejó salir lo que había allí.
Egoísmo puro. Todo lo que había hecho anteriormente entonces, era por imitación. Era para competir con los demás. Hasta que se cansó y bajó los brazos.
Me viene a la mente ese episodio en nuestro ministerio y quiero figurarlo en la siguiente historia:
Un joven estaba muy decepcionado de la vida, debido a la forma tan inhumana con que se comportaban todas las personas. Parecía que ya nadie le importaba a nadie.
Un día, al dar un paseo por el monte, vio sorprendido que una pequeña liebre llevaba comida a un enorme puma malherido, que no podía valerse por sí mismo. Le impresionó tanto esta escena que regresó al día siguiente para ver si el comportamiento de la liebre era casual o habitual.
Con enorme sorpresa, pudo comprobar que la liebre dejaba un buen trozo de carne cerca del tigre. Pasaron los días y todo se repitió, hasta que el felino recuperó las fuerzas y pudo buscar su comida.
Admirado por la solidaridad y cooperación entre los animales, el joven se dijo: “No todo está perdido. Si los animales, que son inferiores a nosotros, son capaces de ayudarse de este modo, mucho más lo haremos las personas”.
Así que decidió recrear la experiencia: en plena calle se tiró al suelo simulando estar herido y se puso a esperar que pasara alguien y le ayudara. Pasaron las horas, llegó la noche y nadie se acercó en su ayuda. Siguió así durante todo el día siguiente… y el siguiente… hasta que el joven decidió no seguir. Sentía dentro de sí toda la desesperación del hambre, una enorme soledad, la tristeza del abandono. Su corazón estaba arruinado; casi no sentía deseos de levantarse.
Entonces allí, en ese instante, estando más decepcionado que al inicio, con la convicción de que la humanidad no tenía el menor remedio, oyó una voz con mucha claridad. Era una voz muy dentro de él que decía: “Si quieres encontrar a tus semejantes, si quieres sentir que todo ha valido la pena, si quieres seguir creyendo en la humanidad… deja de hacerte el tigre y simplemente sé la liebre”.