Lucas 7:44 Y volviéndose hacia la mujer, le dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Yo entré a tu casa y no me diste agua para los pies, pero ella ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos.
Un fariseo invitó a Jesus a cenar a su casa. Jesus acepta. Le gusta que lo inviten a las casas. Más que a un buen restaurante de cinco estrellas, él prefiere la humildad de una cena de frijoles con crema, algunas tortillas tostadas y un oloroso café, en compañía de gente que le ame, que se sientan bien en su compañía.
A Jesus le gustan esos gestos. Y con mucho gusto entra a la casa de Simón el fariseo que lo había invitado.
Pero hay algo que hace que el ambiente se sienta cargado. Hay como una electricidad en el ambiente que es difícil de explicar, hasta que sucede lo imprevisto. Nadie se había dado cuenta de ese “algo” que faltaba en ese cuadro, hasta que una mujer de la vida fácil, una dama de la noche se atrevió a romper la monotonía del momento.
Antiguamente, se acostumbraba que cuando alguien invitaba a alguien a comer a su casa, lo primero era poner una palangana con agua para que algún sirviente lavara los pies del invitado, luego, el dueño de la casa derramaba perfume sobre la cabeza del huésped para dar a entender que era bienvenido a su casa y que era un honor compartir con él su perfume de marca personal. Por último, el protocolo exigía que se le besara en las dos mejillas en signo de amistad y compañerismo.
Simón no hizo nada eso. Sencillamente, Jesus entró, nadie la lavó los pies y todo lo demás. Pero una mujer se dio cuenta, corrió a su casa, tomó un frasco de perfume que era todo lo que poseía, lo lleva a la casa de Simón, y, sin pedir permiso, se inclina ante lo pies de Jesus y empieza a derramar sus lágrimas de dolor, vergüenza y humillación ante él. En un momento, se desata el cabello largo, algo que era inusual para cualquier mujer que se dignara ser de respeto, y empieza a secar los pies del Maestro con su cabello. Derrama su perfume sobre su cabeza y lo unge con mucha ternura y mucho amor.
Simón la critica. Habla dentro de sí mismo, como cualquier fariseo hipócrita y falso. No solo critica a la mujer por pecadora y sucia sino también a su huésped. Si este (note el indicativo), fuera profeta… Es decir, pone en duda el ministerio de Jesus.
Para Simón el fariseo, el pecado ha entrado a su casa. Sin permiso. Nadie ha invitado a esa mujer pecadora y ahora se atreve a tocarlo como cualquier mujer vulgar. Solo vean como besa los pies del hombre, con qué lujuria y lascivia los besa, vean como se suelta el cabello para incitar al pecado a los hombres que estamos en esta sala. Vean su ropa, cuando se inclina, muestra los contornos de su cuerpo y eso es inaceptable en esta casa.
Simón está que echa chispas. El celo por la santidad falsa que su religión le exige lo está consumiendo y lo está atormentando. Espero que Jesus retire sus pies de los labios de esa mujer y que la aparte de su lado, que ordene que la saquen de ese lugar para limpiar el ambiente que se ha ensuciado con su sola presencia.
Y -como no, Jesus-, que sabe leer lo que hay en el corazón humano, le habla a Simón y le dice algo que despierta su atención:
¿Ves esta mujer?
Tú dices que es pecadora y que ha venido a contaminar esta sala. Pues yo te digo, Simón, que esta sala ya estaba contaminada con el pecado. Si, es cierto, hay pecado en esta sala pero no es por esta mujer que ha venido a hacer lo que tú no hiciste conmigo: no me besaste, no me ungiste, no lavaste mis pies ni derramaste de tu perfume sobre mi. Sí, es cierto, hay pecado en esta sala Simón, pero no es esta mujer que no ha dejado de derramar sus lágrimas sobre mis pies y los ha secado con sus cabellos.
Si, es cierto, hay pecado en esta sala pero ese horrible pecador eres tú, Simón. Porque debiste hacer lo que ella ha hecho conmigo. El pecado que hay en esta sala, Simón, es que no hay unas manos para lavar los pies de tus amigos, no hay unos labios que besen, no hay brazos que abracen, no hay ojos que vean la pureza de los actos. El pecado que hay, Simón, es que no hay perfume sobre los que entran a esta casa.
Es cierto, amigo, hay pecado en esta sala, pero ese pecado es el tuyo, hipócrita fariseo.