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domingo, noviembre 24, 2024

Entre cerdos

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El dinero se le acabó,

Los amigos lo olvidaron,

Las mujeres se fueron de su lado,

Ya no tenía nada que vender para comer,

Estaba sin sandalias, sin anillo y sin herencia.

No sabía de qué trabajar, así que recordó su niñez.  De cómo miraba a sus jornaleros y sirvientes trabajando en la granja de Papá, y el corriendo con un recipiente en las manos, le pedía a su padre le permitiera alimentar a los cerditos más pequeños. El padre le negaba el permiso, y le decía: “Hijo ese trabajo no es para ti, tú debes  ocuparte en los asuntos de mi casa” pero el insistía y a escondidas de su papi, se escondía tras la puerta para correr luego hacia los cerdos y darles comida. 

Ese apego por los cerdos creció con él.

Y ahora era la única oportunidad que tenía para quizá ganarse unos centavos o al menos lograr comer de los mismos desperdicios que repartía.

Esa tarde gris, fue nombrado como el nuevo pastor de cerdos…

Y ya no estaba Papá para evitarlo.

Una y otra vez, su padre lo orientó a las prácticas de la mayordomía y el liderazgo como el gran hijo del dueño, pero siempre terminaba haciendo su voluntad, volviendo una y otra vez al cieno donde le gustaba estar.

 Ahora que era un pastor ordenado en pastoreo de cerdos, ya no quería hacerlo. 

Extrañaba el NO de Papá…

Lo más trágico de todo fue que se peleaba con los cerdos para comer de sus desperdicios, pero no compartían con él, y los que lo supervisaban le negaban un plato de gala, repleto de esa comida sucia y mal oliente.

Optó por hacerse amigo de los cerdos para ganar su confianza y a la hora de la cena comer junto con ellos, pero siempre le negaron aquellas podridas algarrobas. 

No importaba cuanto los cuidara, o los abrazara, los cerdos siempre lo trataban mal.

Sus pies se deslizaban en el fango donde dormía, y sufría un aproximado de 30 caídas diarias, mientras se metía el lodo entre sus dedos. 

El apego por lo inmundo lo llevó a la ciudad de los cerdos, donde lo trataban peor que a ellos.

Así que vivir entre cerdos no era tan divertido como pensó, el mal olor se pegó en sus poros y sus costillas se podían contar, tenía hambre, tenía sed, tenía frio, y lloraba mucho mientras recordaba a su padre.

Lo perdió todo, y se quedó con la nada.

Pero de repente, se recordó de sus cómplices…

Aquellos jornaleros que cuando él era niño, le guardaban el secreto de su constante apego con los cerdos, y que a escondidas de su padre alimentaba.

La memoria de hijo no la perdió…

Y pensó “Todos aquellos jornaleros, comen mejor que yo, viven mejor que yo, duermen mejor que yo, y ven al menos a lo lejos la presencia del dueño de todo (su   

amado padre) y de vez en cuando lo saludan con un: “buenos días”.

Así que iré a casa, y me quedaré afuera para pedirle que me contrate como uno de sus sirvientes, prefiero apacentar los cerdos de él que los cerdos de otro, y sé que al menos tendré algarrobas que comer, aunque solo viva en el patio de casa.

El hijo prodigo sabía que no iba a poder ocultar el olor a puerco, pero podía accesar al menos a los patios de su casa.

Emprendió el camino, salió del corral sin despedirse de esos cerdos egoístas, y se dirigió por el camino que jamás olvidó: el camino a casa.

De lejos lo vio su padre y corrió a él, lo abrazo, lo beso y sin decírselo, su padre con su sola mirada le trasmitió con un suspiro:

“Aaaahhhh,  aaahhh mi hijo, siempre apegado a lo inmundo, a la suciedad de los cerdos de donde lo saque una y otra vez desde que era un niño”.

El padre puede sacar a sus hijos miles de veces de los sucios corrales siempre y cuando permanezcan en casa, pero una vez yéndose lejos, solo la ocasional memoria del amor del padre podría hacerlos reaccionar para salir solos de allí.

El amor incondicional del padre intentará una y otra vez que asumas tu posición de hijo y no de jornalero, y para   

eso siempre tiene en su ropero vestidos nuevos. Nuevos y limpios perfumados con su amor. E infinidad de sandalias por las equivocaciones del camino de sus infantiles hijos.  Y por supuesto, no podría faltar el cofre de sus anillos… anillos elegantes que ponen la marca de la paternidad en los hijos amados, aunque ya hayan perdido muchos de ellos. 

En fin, vivir entre cerdos no es agradable.

Salir de entre ellos es difícil pero no imposible,

El poder de los recuerdos del padre en el corazón de un hijo amado tiene la capacidad de levantarte y ponerte otra vez de camino a casa.

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