Hace varios años atrás, al inicio de mi vida como creyente, era alguien con muchos problemas y dificultades, mi “vieja mujer” hacía hasta lo imposible para que yo no avanzara en mi madurez cristiana y se deleitaba con acentuar mi predilección por “las cervecitas”. Es cierto que ya conocía del Señor y de Su Palabra, pero era una creyente con ataduras ocultas, ya que el domingo visitaba la iglesia y parecía la mejor portada. ¿Qué me sucedía en realidad?, Sencillamente no tenía convicción, no era obediente y dañaba con mis faltas el testimonio de Jesús, incluso servía de tropiezo a otros.
Era suficiente con que mis suegros llegaran a casa para que yo tuviera la excusa perfecta para preparar aperitivos, una sopa deliciosa de res o gallina, por supuesto todo acompañado de bebidas “relajantes”. Así es que, luego de cocinar, ya en la mesa sabía que mis suegros me ofrecerían beber con ellos y “por razones de buena educación” no podía desairarlos. ¡Ah, que astutas las mentiras con las que el enemigo nos envuelve!
La verdad es que en ese entonces me encantaba y me divertía tomando tales bebidas y creía que no había otra manera de sentirse alegre y en sintonía celebrando, ya sea con ellos o con cualquiera, siguiendo obviamente los hábitos socio culturales de mi entorno.
¿Qué sucedía después?, venía a mi ser interior una terrible vergüenza, un susurro malévolo y acusador que me invadía de pensamientos, tales como: “¡huy!, miren a la ‘hermana’ Helen, la que nunca falta a la iglesia y aquí bien ‘relajada’ en su casa”. ¡Qué mal me sentía! ¡Como una hipócrita!, pero aparte de eso no sucedía nada… yo no estaba dispuesta a cambiar. Seguía por este camino ¡una y otra vez!, cada vez que llegaban mis suegros de visita. Pero llegó un momento en ese periodo de mi vida, cuando realmente me sentí triste y hastiada de reincidir en lo mismo, que el Espíritu Santo me redarguyó fuertemente de pecado, hasta darme perfecta cuenta que no estaba nada bien, ni con Dios, ni conmigo misma, pues el pecado estaba siempre delante de mí…
Un día, en el punto de la embriaguez, decidí ir a mi cuarto y con los ojos llorosos y en suplicante actitud, caí de rodillas y le dije al Señor: “Libértame, Jesús, de esta atadura. Libértame, no quiero seguirte fallando en esta área y sentirme como una hipócrita cuando llego a la iglesia; quítame esta adicción, Jesús mío, socórreme, pues soy muy débil, te necesito, cambia mi vida”. Al mismo tiempo, me puse a repetir este versículo con promesa: “Clama a mí, y Yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.” (Jeremías 33:3), mientras le decía: “Señor, indigna soy de ti, perdóname por estar así, pero libértame para siempre de esto, dame la firmeza de decir ¡NO! a tales ofrecimientos, imploro tu ayuda Jesús”.
Varias veces le hice al Señor esta petición, siempre en medio de ese estado de adicción, en el mismo punto de la embriaguez y siempre con gran vergüenza clamaba, algunas veces hasta fumaba mis cigarros favoritos. ¡Todo un patético caso! Como te podrás imaginar, continuaba asistiendo a la iglesia, con este pecado oculto, pero obviamente haciéndolo todo sin gozo y sin amor genuino, como consecuencia de la consecuente culpa interior. Mi transformación no fue de la noche a la mañana.
Este testimonio continua…