2 Corintios 11:32-33 “En Damasco, el gobernador de la provincia del rey Aretas guardaba la ciudad de los damascenos para prenderme; 33 y fui descolgado del muro en un canasto por una ventana, y escapé de sus manos”
Muchas veces creemos que las cosas suceden porque si, porque el destino tiene sus avatares y que nosotros los humanos no tenemos nada que ver con lo que sucede en la vida de los demás.
En la iglesia abundan las personas que no hacen nada. Son los parásitos de todo cuerpo. Son las rémoras que nadan bajo las barbas de los tiburones o las ballenas para ir recogiendo lo que les sobran de cada mordida.
Qué triste condición la de esas personas. Cuando les preguntan donde se congregan, con mucho orgullo dicen que en tal o cual congregación, pero estan mintiendo, ya que congregarse significa una cosa y asistir a un lugar de culto de otra. La mayoría son asistentes. Les gusta el pastor, el ambiente del templo o quizá porque allí se han reunido desde pequeños y se han acostumbrado a que ese lugar es su sitio de adoración.
Pero de adoración no tiene nada. Y de congregarse ni digamos. Porque ese es otro nivel. Ser miembro congregante es participar activamente no solo en las actividades de la iglesia pero también en la empatía hacia los demás miembros. Es hacerse uno con el resto. Es estar atento a las necesidades y apoyar constantemente las actividades que se organizan entre el pueblo. Es tender la mano a quien lo necesite, es decir, por lo menos, “presente” cuando se les necesite para algún servicio.
Pero la gran mayoría, como el ejército de Gedeón, son personas del montón. No son útiles en el momento de la batalla. Son los que cuando termina el mensaje, dan la vuelta, no saludan a nadie, no se meten con nadie para que nadie se meta en sus vidas y nos volveremos a ver hasta el próximo domingo, si es que el primo no viene de USA con maletas cargadas de regalos y ropa usada y hay que llevarlo a la playa para que conozca las nuevas carreteras que se han construido en el país.
Así y esa es la mera verdad. Dolorosa pero cierta. No nos engañemos.
Sin embargo, siempre hay un pequeño remanente que no dejan nada al azar.
Son los que siempre están allí. Los que están dispuestos a sacarse ampollas en las manos al trabajar en beneficio de otros. Son los pocos pero los más importantes. Son los que ofrendan, diezman y siembran en su congregación. Son los primeros en apuntarse cuando hay un evento especial para apoyar a sus pastores, a sus líderes. Son los que no importan las circunstancias, siempre están listos para dar una mano cuando se les necesita.
Eso fue lo que le sucedió al Apóstol Pablo.
En un momento de su azarosa vida, tuvo necesidad de salir huyendo de Damasco porque el rey Aretas había puesto precio a su cabeza. Pablo, después de su encuentro íntimo y personal con Jesus, cambia el rumbo de su explosiva pasión por el Señor y se pone a predicar en las sinagogas de aquella ciudad. Está molestando al clero. Les está incordiando con sus apasionantes mensajes de que Jesus es el Señor y Salvador de todos, así que lo rodean, lo amenazan y lo persiguen.
En algún momento, Pablo no tiene opción para salir de esa ciudad si no es por una ventana que está en el muro a una altura de unos diez metros. Y, al no tener opción, no tiene más remedio que aceptar lo que le aconsejan sus discípulos: Dejarse bajar por la ventana en un canasta y, acurrucado en ella, empieza a vivir la experiencia que contará más adelante como parte de su historia y testimonio personal.
Ahora bien: ¿De donde salieron esos muchachos aquella noche? ¿Quizá habían conocido la historia del joven paralítico que fue bajado por cuatro amigos en aquella ocasión para que Jesus lo sanara? ¿De donde sacaron la canasta, los lazos, la fuerza y el amor suficiente como para salvar la vida de su mentor recién adquirido?
¿De quien fue la idea? ¿Quien reunió al resto de ayudantes? ¿Cuantos jóvenes o adultos eran?
Pero, lo más importante que quiero presentar en este escrito, es: ¿De quien es el mérito para que Pablo pudiera salvar la vida a través de esa huida tan peculiar?
¿El canasto? ¿El lazo? ¿El muro? O ¿Los hombres que sostuvieron el lazo?
Creo que muchos lectores ya tienen la respuesta. Sí, de los hombres. Ellos fueron quienes tuvieron la idea. Ellos la llevaron a cabo. Ellos pusieron sus fuerzas. Ellos invirtieron su tiempo y se arriesgaron lo suficiente para hacerle saber a su maestro que estaban de su lado.
¿Se dan cuenta? No fue toda la congregación. Fueron unos pocos, pero gracias a esos pocos Pablo pudo salir al mundo libre y regar la semilla de la salvación por toda la tierra conocida y cumplir su propósito diseñado por Dios.
Personas así son las que el pastor necesita a su lado.