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lunes, noviembre 25, 2024

¿Cómo fue posible…?

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Juan 4:20  “Nuestros padres adoraron en este monte…”

La religión, mis amigos, mata.  Mata la fe.  Mata el futuro.  Mata la relación con Dios. Se vuelve algo oxidado, aburrido y sin sentido.  Hace que los que la viven sean estériles.

Hay muchos cristianos sentados en las sillas de las congregaciones -la mía en primer lugar-, en donde hay familias completas envueltas en religión. No hay relación, solo religión. Los padres adoran en donde están sentados y sus hijos los ven año tras año hasta que forman sus propias familias y repiten el círculo vicioso. Religiosos por herencia, por tradición.

Da tristeza ver como esas familias no tienen vida espiritual. Se sienten satisfechos con ir a la iglesia, cantar un par de coritos, decir amén cuando se les pide que lo hagan, pero nunca muestran ni un rictus de dolor, de angustia cuando la Palabra ataca de frente el fariseísmo reinante en sus vidas.

Da tristeza verlos languidecer año tras año sin que muestren la más mínima atención a la vida espiritual. Santiago los llama nubes sin agua. Son los parias de la iglesia. Se visten bien, se ven bien, pero por dentro hay un tufo a aburrimiento que ellos ya no lo notan porque se ha vuelto parte de sus vidas.

Da tristeza verlos sentados indiferentes cuando la Palabra brota como espada y ni sienten si les corta o no.  Son los que nunca pasan al frente a presentar sus vidas al Señor cuando se llama al altar.  Son los impávidos que creen que no necesitan mezclarse con los demás frente al Altar para derramar sus lágrimas de dolor o soledad. Se creen la élite de la iglesia. Ellos, según su opinión, no son necesitados como los demás.  Ellos están completos. Tienen -según ellos-, su propio evangelio y su propia relación con Dios.

Y lo peor de todo, es que sus hijos y nietos repiten su historia. De manera que cuando llega el momento de vivir no saben de donde sacar un paradigma que no sea como los del mundo. Viven vidas en medio de la tangente. Un pie en la iglesia y el otro en el mundo. Son presas fáciles de los depredadores sociales que les llevan al fracaso moral y espiritual. Son las víctimas de esos padres que no supieron enseñarles los principios elementales de la alta moral y disciplina que se le exige a todo hijo de Dios.

He allí la causa del por qué tantos hogares cristianos están sufriendo la vergüenza de  tener en el seno de sus familias madres solteras, divorciadas, hijos metidos en drogas, vicios y fracasos sociales, cosas que no debieran ni por asomo, suceder en los hogares en donde supuestamente debiera reinar Cristo.  Pero esa es la vergonzosa realidad de muchos evangélicos que han caído en las redes de la religión.

Eso le sucedió a una amiga que conozco.  No les diré el nombre para ocultar su identidad. Me la presentó un amigo en común que nos conoce a ambos. Él se llama Juan. Él tuvo la valentía de contarme su historia y luego tuve el privilegio de hablar con ella y preguntarle qué la llevó a vivir una vida tan desordenada sexualmente.  Siendo hija de padres que adoraban a Dios, me intrigó el saber qué le había provocado que ella no siguiera los pasos de sus padres.  Hablando con ella, me di cuenta que sabía mucho de Biblia. Conocía de primera mano los misterios de la Palabra de Dios y tenía el valor de hablar con sinceridad de lo que Dios le había enseñado.

Y me contó que toda su tragedia se inició cuando empezó a darse cuenta que lo que ella había  aprendido en la Escuela dominical de su iglesia no compaginaba con la conducta aburrida y religiosa de sus padres. Me contó que ellos eran una cosa dentro del Templo y otra muy distinta cuando salían de la iglesia. Usaban lenguaje profano, nunca cambiaron su forma de ser, sus caracteres siempre fueron los mismos: violentos, carnales e irrespetuosos. Entonces ella se empezó a decepcionar de la iglesia. Cuando ya fue un poco mayor, cuando la naturaleza empezó a reclamar el derecho de su vida, empezó a relacionarse con otros muchachos de la congregación y sin darse cuenta, inició una caída en sus relaciones con ellos a causa de que nunca había sentido culpa alguna ante el pecado que estaba cometiendo.  Porque la religión cauteriza la conciencia y ya no se distingue entre el bien y el mal.

De pronto, sin darse cuenta, mi amiga había empezado a vivir fracaso tras fracaso. A causa de no tener una relación sincera con Dios, su conducta había sido siempre egocéntrica. Todo giraba alrededor de ella. Ella era el centro del universo y todo lo demás estaba fuera. Adoraba a Dios, si es cierto, pero la realidad de su vida era exactamente igual a la que aprendió en su casa. Hipocresía al más alto nivel.

Hasta que un día otro amigo mío la conoció y la esperó al medio día a la orilla de su aldea a donde ella iba todos los días a buscar agua. Mi amigo, cuando supo la historia de la chica de la que hablo, se interesó en enseñarle algo diferente. Y la confrontó con su verdad. Le descubrió que ya iba por el quinto hombre en su vida y que iba a terminar horriblemente mal si seguía por allí.  Con sabiduría, la fue guiando a la verdad y al final ella descubrió que lo que hasta ese momento estaba viviendo no era la vida que Dios quería para ella. Le dijo que había mucho más. Mi amiga encontró la Verdad. Su aldea se llama Samaria, y quien le cambió la vida y la sacó de la religión se llama Jesus.

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