Josué 2:1 “Y Josué, hijo de Nun, envió secretamente desde Sitim a dos espías, diciendo: Id, reconoced la tierra, especialmente Jericó. Fueron, pues, y entraron en la casa de una ramera que se llamaba Rahab, y allí se hospedaron”
Josué 2:8-9 “Y antes que se acostaran, ella subió al terrado donde ellos estaban,
y dijo a los hombres: Sé que el SEÑOR os ha dado la tierra, y que el terror vuestro ha caído sobre nosotros, y que todos los habitantes de la tierra se han acobardado ante vosotros.”
Unos 35 años. Figura esbelta. Cabello color oro ondulando al viento cuando lo dejaba libre. Piel color canela, ojos grises cielo, labios que invitaban al beso. Cejas bien delineadas. Manos bien cuidadas, hechas para la caricia. Piernas torneadas como columnas griegas en un templo dedicado al dios del placer. En la taza de plata de su ombligo colgaba un brillante que algún cliente adinerado le había regalado. El perfume que emanaba de su cuerpo era embriagador.
Mirada profunda, inquisidora. Sabía discernir qué tipo de hombre entraba a sus aposentos. Si era violento se preparaba con una daga oculta bajo su almohada. Si era pacífico, se preparaba para brindarle un momento que fuera eterno para su deleite.
Profesional en su oficio, vivía en el muro que rodeaba la ciudad. Tenía la vista más hermosa de todo el valle que bordeaba el río y le llevaba los aromas que el viento del desierto al otro lado del rio le brindaban. Unas gradas que, desde la calle hasta la acera en donde estaba su casa servían para que los viajeros que se detenían en la ciudad a sus pies pudieran ver el listón rojo que colgaba de su ventana.
Ese listón indicaba dos cosas: Si estaba colgado, al aire, indicaba que estaba disponible. Cuando se ocupaba en algún visitante, lo retiraba hasta que otra vez lo colocaba después de su higiene personal.
Así era la vida de esta mujer que ha pasado a la historia como una raíz seca que de pronto, sin previo aviso, se vio envuelta en una aventura que ya no era sexual. Era vital. Era una aventura que el Dios de los hombres al otro lado del río estaba orquestando sobre ella que, sin darse cuenta, estaba en los planes de Aquel Dios que los viajeros que la visitaban le habían contado. Uno de los beduinos, hombres de arena y desierto, un asiduo visitante que cada vez que llegaba con su mercancía a Jericó, aprovechaban para hacerle una visita íntima le había contado que en el desierto caminaba una caravana no de beduinos sino de gentes del “otro lado”. El Dios de esa gente -le había contado-, hacía maravillas en todo sentido. Los había salvado de unos guerreros tan rudos como los amalecitas y moabitas. Les había provisto de agua a travez de una Roca que no se sabía como pero los seguía por el camino. De noche, una nube alumbraba su campamento y de día les servía de sombra.
Ese Dios daba miedo, pero sus protegidos lo adoraban y lo seguían.
Esas historias habían preparado el corazón de esta mujer llamada Rahab. Ramera de oficio. Hija y hermana de una familia que ella ayudaba en su sostén con las ganancias de su negocio bastante cuestionable en cuanto a lo moral se refiere.
Un día, casi al caer la noche, dos hombres tocaron la puerta de su casa. Ella se preparaba para retirarse a descansar después de un día ajetreado y pensó en no abrirles pues ya no era hora de atender más clientes. Pero los dos jóvenes insistieron tanto que ella se vio obligada a abrirles. Se presentaron como dos viajeros que venían en una misión. Eran enviados por el Dios que los cuidaba y protegía y no pedían servicios íntimos, al contrario, le llevaban la buena noticia que había sido escogida por su Dios para ayudarlos en su misión de espías de la ciudad. Le contaron que muy pronto habría batalla contra la ciudad pecadora en la que ella era parte y que les ayudara a pasar la noche mientras salían al otro día con las noticias que esperaba su general al otro lado del río Jordán. Ella, inmediatamente, recordando las historias de sus clientes identificó a sus huéspedes y los escondió para darles protección.
Sin embargo, al otro día, antes que partieran tuvo un acceso de fe y les pidió protección para cuando entraran a la ciudad y derribaran sus muros y atacaran a sus habitantes. Llegaron a un acuerdo: que pusiera su listón rojo en la ventana cuando ellos estuvieran conquistando la ciudad y respetarían el pacto. Así salvaría su vida y la de su familia.
Pero ella, en un arrebato de fe, nunca preguntó cuando sería ese día. Por lo tanto, inmediatamente que ellos salieron de su casa, colgó el listón rojo, envió a traer a sus padres y hermanos y se encerró con ellos en su casa. Josue 6:23 “Entraron, pues, los jóvenes espías y sacaron a Rahab, a su padre, a su madre, a sus hermanos y todo lo que poseía; también sacaron a todos sus parientes, y los colocaron fuera del campamento de Israel”
¡Cómo no admirarla un príncipe de la tribu de Judá llamado Salmón! Quien al conocer su historia la tomó como esposa y la insertó en la familia de Dios.
Rahab: de oficio ramera, pero con el favor de Dios, madre de Booz, quien se casó con Ruth la moabita, quienes engendraron a Isaí, padre de David, ancestro de Jesus.