Juan 2:3 Juan 2:3 “Cuando se acabó el vino, la madre de Jesús le dijo*: No tienen vino”
Ser agradecidos es un gesto de humildad y sencillez. Es saber que no merecemos lo que se nos da, que lo recibimos por pura misericordia. Y los dones que hemos recibido de parte de Dios no son para nuestro deleite sino para que le sirvamos a otros. Es decir, lo que tenemos no es nuestro ni para nuestro bien sino para el bien común, para el bien de los demás.
Eso es lo que no entienden los religiosos. ¿Por qué le voy a dar? ¡Que trabaje! son las frases que se escuchan en muchas sillas de la misma iglesia. Y es que lamentablemente el corazón del hombre es egoísta per se. No necesita aprenderlo, lo traemos desde el mismo nacimiento.
Entonces tenemos que aprender a vivir en una dimensión superior a la que viven los demás mortales. La Palabra del Señor nos ordena compartir lo que él nos da por gracia para que por gracia demos a quien lo necesite. No importa si es alguien de cuello blanco o de cuello azul. Todos necesitamos alguna vez que nos echen una mano sin menoscabo de nuestra dignidad.
Cuando alguien nos invita a comer o a alguna reunión de confianza, la ética y el protocolo social exigen que nunca vayamos con las manos vacías a esa casa. Debemos llevar algo, no importa el valor comercial, lo que le da valor es el gesto, el cuidado que se tiene de preparar algo para no entrar con las manos vacías y romper las reglas más básicas de urbanidad. Es por eso que en nuestro caso, mi esposa y yo hemos sido enseñados por la Palabra que cuando vamos a un restaurante a disfrutar de una comida, llevamos preparada la propina para la persona que nos atiende. No importa su rango social, sea gerente o un empleado que sirve mesas, siempre se le entrega en sus propias manos un sobrecito con una propina para su honra la cual llevamos preparada desde la salida de nuestra casa.
Hemos visto milagros que Dios hace graves de ese gesto que no merece ningún aplauso. Es el Señor quien se glorifica y como siempre llega a tiempo, la persona que lo recibe muchas veces ha estado esperando una provisión por mínima que sea, para suplir alguna necesidad personal o familiar. Es hermoso ver lágrimas de sorpresa en los ojos de alguna madre soltera que con lo que recibe ve una respuesta a su petición delante del Trono. Y que mejor privilegio que seamos nosotros quienes nos asociemos con Dios para hacer esos milagros.
Eso es privilegio de pocos. De aquellos que saben que por sus venas corre sangre real. Que pertenecen a una casta diferente de personas, de los que saben que han sido llamados por Dios para mostrar sus Virtudes.
Eso fue lo que hizo María, la madre de Jesus. Ella ya había llegado a la fiesta de las bodas a la que fueron invitados Jesus y sus amigos. Estoy seguro que María desde que entró a aquella casa, como buena mujer, revisó todo lo que había a la vista para ver en qué podía ayudar. Y se dio cuenta que los invitados eran muchos y de pronto los encargados de servir el vino quizá empezaron a cuchichear entre ellos. Había un problema a la vista. Seguramente se acercó a ellas para averiguar qué pasaba. Nadie más se había dado cuenta de un detalle muy importante: Se había terminado el vino.
Y de pronto aparecen un grupo de hombres quizá haciendo bromas, riendo de algún chiste contado entre ellos y en medio de todos, iba su Hijo, Jesus. Sin dudarlo, haciendo gala de la más pura estirpe femenina y la sensibilidad propia de toda mujer, le pide a Jesus que haga algo. El novio no puede quedar avergonzado. No sabemos en qué día de la semana iba la fiesta, pero se acabó el vino y la fiesta corre el riesgo de terminarse. María sabe que estando ella y Jesus allí, las cosas no pueden terminar así de malas. Una sol frase bastó para que el panorama cambiara: “No tienen vino”.
¿Se ha dado cuenta usted que me lee, cuando va a alguna reunión si falta algo? ¿Algo en lo que usted pueda ayudar? ¿Se ha dado cuenta usted que va a un restaurante en la persona que le está atendiendo? ¿Ha visto quizá sus ojos tristes y angustiados porque dejó a algún hijo enfermo en casa o una madre agonizando con alguna enfermedad? ¿Ha visto la mirada perdida de quien le atiende y ni siquiera se ha dignado preguntarle si puede hacer algo por ella para alegrarle el día?
María nos enseña una gran lección. Ella nunca fue a una iglesia evangélica. Nunca dirigió ningún culto de adoración. Nunca predicó un mensaje desde un púlpito. Pero tuvo los ojos y el corazón abiertos para ayudar en el momento justo. María vio la necesidad del momento y la solucionó. ¿Que ve usted…?
Debo aclarar por supuesto, que no soy católico. Soy evangélico de pura cepa.