Jeremías 18:4 “Y la vasija de barro que estaba haciendo se echó a perder en la mano del alfarero; así que volvió a hacer de ella otra vasija, según le pareció mejor al alfarero hacerla”
La paciencia que el Señor tiene para con nosotros es admirable. Bueno, hablo por mi, porque a lo largo de mi vida, de los años que he pasado caminando por este mundo, en el cual he cometido una serie bárbara de errores y yerros, él ha tenido que empezar una y otra vez conmigo.
No se cansa de rehacerme. No se agota su Misericordia ni su paciencia la cual hasta hoy me ha sostenido. Predico su Palabra desde hace unos años. He estudiado en algunas universidades y he recibido diplomados que me han ayudado a incrementar mi acervo cultural con respecto a su Palabra. Pero…
Siempre hay un pero.
Una y otra vez me vuelvo a desarmar. Especialmente cuando las cosas que no quiero hacer y las hago, como Pablo que luchaba a brazo partido contra esos deseos internos de desobedecer al Señor y no poder agradarle como él se lo merece.
A Jeremías le pusieron un buen deber que hacer: Ir a la casa del alfarero en donde este trabajaba con el barro haciendo vasijas. Me imagino al profeta parado en los dinteles de la puerta del taller del artesano viendo como movía la rueda con el pie y con sus manos tomaba el barro del cual, según él, saldría una vasija hermosa y bien hecha.
Pero no fue así. Con asombro vio que el barro se resquebrajaba sin darle tiempo al hombre que la estaba haciendo de detener esa caída. Inevitablemente, el alfarero tomaba el montón de barro sin forma, amorfa y sin cansarse, volvía a poner el barro en el centro de su plato para empezar de nuevo. Sin cansarse. Sin detenerse a averiguar qué había pasado. Solo lo volvía poner en su lugar y, mojándose las manos con agua, empezaba otra vez a levantar aquel trozo de barro hasta llegar a hacer lo que tenía en mente.
Jeremías observa todo el proceso y viendo el trabajo incansable del alfarero, escucha la Voz de Dios que le explica que eso que está viendo físicamente, es lo que él hace con nosotros. En mi, especialmente. Es por eso que esta historia habla de mi vida, de mis procesos, de mis caídas y levantadas. De ese inmenso amor de Dios por mi que no lo merezco ni lo estaba buscando como debía ser.
Y creo que en este punto de mi escrito es bueno preguntarle a usted: ¿Cuantas veces se ha desarmado en su vida? ¿Cuantas cosas se han desarmado en su existencia? Quizá se desarmó su matrimonio y ya no lo pudo rehacer. O sus hijos se echaron a perder por falta de atención, de darles tiempo o disciplina. Seguramente se echó a perder un buen trabajo que tenía porque llegaba tarde, porque se sintió indispensable o porque no fue respetuoso.
No tenemos porqué sentir vergüenza de nosotros mismos al darnos cuenta que, como la vasija del alfarero, también hemos necesitado que se nos levante vez tras vez mientras nos llega el día final. Como la vasija que Dios está haciendo, por momentos nos echamos a perder por una pasión desordenada, por darle rienda suelta a nuestras herencias pecaminosas o porque no le ponemos freno al caballo de ira que llevamos dentro.
Es indudable que en el proceso de nuestro caminar muchas veces nos hemos echado a perder porque no supimos manejar debidamente las finanzas cuando las tuvimos y hemos tenido que empezar de cero, cancelar deudas que no debimos adquirir, dejar ir personas que solo nos vampirizaban, que nos chupaban la energía pero que en nuestro corazón sentíamos que no podíamos vivir sin ellas. Nos echamos a perder cuando en alguna reunión dijimos algo o hicimos algo que después se convirtió en vergüenza y humillación.
Jeremías está observando nuestras vidas. Está viendo como somos realmente, pero lo más importante de todo, Jeremías está recibiendo un mensaje de consuelo, un mensaje de bálsamo de parte del Señor que le dice que eso que ve es lo mismo que nos sucede a nosotros. Que como el Alfarero perfecto, no nos dejará sin forma, sin identidad, sin que se sepa qué ha hecho él por nosotros. Y al leer la historia del alfarero, nos damos cuenta que somos muy bendecidos por el Amor de nuestro Dios que no nos dejará caídos, no nos abandonará a nuestra suerte y mostrará al mundo que aunque somos vasijas de barro, él se ocupa de estar siempre presente en nuestras falencias o en nuestros momentos más feos.