Romanos 8:28 “Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien…”
¿Por qué será que siempre me junto con la misma clase de personas en mi camino? ¿Qué maldición me persigue para que siempre me toquen esa clase de gentes mal agradecidas, ingratas y traicioneras? ¿Que he hecho para que siempre me dejen abandonado sufriendo el dolor de volver a estar solo?
Son preguntas dolorosas y angustiantes que afectan el corazón humano. Y nosotros los cristianos no estamos exentos de sufrir esa agonía. Se repite una y otra vez. Llega gente a nuestra vida que por momentos nos hacen sentir bien, nos sentimos amados y respetados. Son personas con un carisma tal que poco a poco se van introduciendo en nuestra vida íntima. Se vuelven nuestros amigos. Salimos a comer y a disfrutar de una buena charla que nos deja edificados la mayoría de las veces. Como dijo Jesus, son personas que comparten nuestro pan y hablamos de nuestro Dios.
Pero de pronto ¡Pum! nos llega el golpe de gracia. Desaparecen sin ninguna explicación. Se van por otros rumbos y nos dejan con más preguntas sin respuestas. Toman su camino sin siquiera decir “adiós”. Sin volver la vista atrás. Como si no les importara lo más mínimo la confianza que se depositó en ellos, las esperanzas de una larga amistad, las confidencias que nos hicimos mutuamente. Todo, como un castillo de naipes, se desarma sin ninguna razón aparente.
¿Razón aparente? ¡Allí esta el error!
Porque no hemos discernido que esas personas que llegan a nuestra vida y que luego nos abandonan, fueron mensajeros que nos dieron alguna señal, nos enseñaron algo que necesitábamos aprender. Aún los más ingratos tienen un mensaje que consolida nuestra fe en Dios, nuestra confianza en el Único fiel y Verdadero que es el Señor.
Debemos saber que cuando perdemos algo es porque no merecíamos tenerlo. Puede ser un objeto de oro, una piedra preciosa o una amistad. Incluso, y aunque a más de algún lector no le guste, la pareja que se fue de su lado y que le dejó con ilusiones rotas, con un corazón destrozado y con sueños inalcanzados tuvo una lección para su vida, para su crecimiento. El problema está en que no hemos aprendido de esas personas. No captamos el mensaje oculto que tenían para nosotros y es por eso que volvemos a caer una y otra vez en el mismo círculo tóxico de personas que nos dañan.
La Biblia nos dice que todo ayuda a bien. Ok, pero ¿en qué me puede ayudar la traición de un amigo en quien puse mis esperanzas? Ah, sencillo mis queridos, sencillo. Esa persona me dejó una riqueza que de otra manera no podría haberla aprendido: Que no debo poner todos los huevos en la misma canasta. Invité a comer a alguien que creía mi amigo y resulta que en la comida me soltó reclamos, me avergonzó con sus traumas y exigencias que me amargaron la mesa. Resultado: No vuelvo a comer con esa persona y antes de volver a invitar a alguien debo estudiar muy bien sus actitudes que se puedan repetir en mi vida. Mensaje recibido amigo. Gracias por la lección.
Bueno, con respecto al título de este escrito, quiero explicar por qué somos imanes. Como te veo te trato. Hay un axioma en la mística judía que nos enseña que atraemos a las personas que necesitamos tener a nuestro lado para que nos enseñen como mejorar nuestra vida. Todo se trata de crecimiento. Aun las personas aparentemente malas cuando vemos que su ingratitud o maldad nos enseñan algo, ya no las vemos como malas. El mal es necesario para enseñarme a hacer el bien. Esas personas son mensajeros para mi crecimiento y si yo no aprendo de ellos, llegarán más personas parecidas hasta que yo aprenda mi lección que ellos quisieron darme. Eso es lo que dice Romanos: Todo ayuda a mi bien, todo me deja algo bueno para mi propio desarrollo. Tenemos que aprender que hay amistades transitorias, son esas personas que llegaron y se fueron pero nos dejaron un mensaje que muchas veces no supimos ver, y eso es lo que nos confunde. Necesitamos personas ingratas para enseñarnos lo que es la ingratitud. Atraemos lo que necesitamos, por lo tanto, debemos estar listos para observar y discernir a las personas que llegan a nuestra vida. Debemos preguntarnos: ¿Que me enseñará esta persona? ¿Que experiencias me dejará para mi enriquecimiento espiritual?
Viendo así las cosas, me doy cuenta que Dios hizo un mundo perfecto para que yo alcance mi propio desarrollo y pueda vivir, como dijeron los griegos, mi propio Carpe Diem, mi universo placentero, mi camino a la felicidad individual, o, si lo prefiere, en palabras de Jesus: Yo he venido para que tengan vida abundante. Así que gracias a todos aquellos que me han dejado alguna cicatriz en el alma que me recuerda una lección aprendida a base de dolor y frustración. A la postre ese dolor que fue un trago de hiel, se convirtió en un sorbo de miel.