1 Crónicas 22:7 “Y dijo David a Salomón: Hijo mío, yo tenía el propósito de edificar una casa al nombre del SEÑOR mi Dios…”
Es lamentable, cierto, que a nosotros no nos prepararon para ser buenos cristianos. O, mejor dicho, cristianos de verdad. Fuimos enseñados a vivir bajo una cultura de estudios, de trabajo, de batallas contra todo y contra todos que cuando llegamos al conocimiento del Señor no supimos como vivir bajo sus mandatos. Porque sencillamente, no fuimos enseñados a obedecer ni a nuestros padres si los tuvimos, mucho menos a Dios que nos exige obediencia.
La mayoría de nosotros, aunque no queramos aceptarlo, vivimos vidas religiosas. No pudimos comprender en toda su magnitud los mandamientos de Dios a quien hicimos, en algún momento, Señor de nuestras vidas. Cuando eso llegó a nuestro conocimiento, el señor de nuestras vidas eran otras cosas. Eran otros intereses. Es por eso que nuestra vida espiritual fue y ha sido mediocre, dominguera y llena de prejuicios en contra de la misma Palabra que nos predicaron nuestros pastores.
Porque fuimos enseñados a juzgar antes que obedecer. Al crecer en un ambiente tóxico en nuestro entorno, nos llenamos de amarguras, rechazos, odios que enfermaron nuestro corazón y aún así, decíamos que amábamos a Dios, cosa que no era cierta. Amábamos más el trabajo, la comodidad, la comida, las tradiciones y aún nuestros gustos personales antes que amar verdaderamente a Dios.
Al final se vieron nuestros frutos: familias inconversas, matrimonios oxidados y rechinantes, deudas constantes, falta de recursos financieros constantemente, falta de milagros que nos hicieran asombrarnos, aburrimiento religioso, planes que nunca se realizaron, metas no alcanzadas, sueños truncados y en total, una plétora de situaciones que formaron en nuestro entorno una fe ficticia, una fe muerta no solo de obras pero también de alto impacto en nuestras vidas y en las de nuestros hijos.
Pero no dejamos de venir al templo. Eso porque nos enseñaron que el Señor vive en este lugar donde nos reunimos cada domingo o cada semana, pero al salir, volvemos a nuestros viejos moldes, a nuestros propios marcos de referencia, muchas veces contradiciendo lo que la Palabra nos manda, argumentando que nosotros tenemos el derecho de disentir con lo que el pastor o la pastora nos han dicho allá adentro. Todo porque nos enseñaron que a Dios se le adora en un templo, en un edificio pero que al salir, lo dejamos en su altar y cuando salimos, también salimos de su Presencia que nos puede fulminar si nos atrevemos a contradecir sus ordenanzas dentro del edificio.
Afuera es otra cosa. Allá afuera sí podemos ser nosotros tal como somos. Allá afuera sí podemos dejar de fingir una actitud con la que creemos que hemos engañado a nuestros hermanos si en realidad los consideramos nuestros hermanos. Lo más seguro es que sean compañeros de silla o de espacio pero no son mis hermanos. Quizá, si mucho, mis conocidos. Allí termina nuestra supuesta hermandad. Todo, insisto, porque así fuimos enseñados por los que nos precedieron.
Eso le pasó a David, el rey de Israel llamado por Dios para unificar el reino y hacer las guerras necesarias para lograr la paz de todos los pueblos. David fue entrenado para ser un guerrero. Y un guerrero se entrena para derramar sangre. Para David no era ningún problema ordenar la muerte de cualquier ciudadano que se atreviera a faltarle el respeto a él como rey o al reino como tal. Pregúntele a uno de sus capitanes cuando un insensato se atrevió a lanzarle insultos a David cuando regresaban de una batalla. La pregunta fue: ¿Me dejas que lo mate? Porque en los tiempos de David, la vida de sus súbditos estaba en sus manos. Él tenía la potestad de parte de Dios para ajusticiar a cualquiera que se atreviera a faltarle el respeto a Dios o a su rey designado.
Pero también David era un tremendo adorador de Dios. Para David obedecer al Señor y adorarlo y servirlo, que es lo mismo, era de vital importancia. Él sabía que si Dios se enojaba, las consecuencias eran duras no solo para él pero también para el pueblo. Y, sobre todo, sabía que él era el responsable de lo que Dios sintiera con respecto a su adoración nacional. Entonces tenemos a un hombre que al mismo tiempo que hacía sus guerras y conquistas, también era un ferviente adorador del Señor.
Ahora quiere construirle un Templo. Quiere hacer algo para su Dios que tanto amor y respeto le ha inspirado. Pero es muy tarde. No puede hacerlo por la razón que ha derramado mucha sangre. Su testimonio se ha arruinado tanto que Dios no le acepta tal gesto. “Tú no puedes, David, hacerme un templo. Tus manos están manchadas por la sangre que has derramado. Pero, ¿sabes que? Tienes la oportunidad de redimirte. Prepara a tu hijo. Él me hará el templo tanto tiempo deseado. Prepáralo de tal manera que no conozca las guerras, que no derrame sangre, que no adultere como tú, que no se desvíe del camino y Yo recibiré de él el proyecto de honrarme. Tú no puedes hacerlo. No fuiste capacitado para eso”
Me asusta pensar que Dios tenga que decir de mi lo que le dijo a David. Me asusta pensar que no he sido preparado para ofrecerle al Señor mi mejor ofrenda, mi mejor esfuerzo y mi mejor vida de santidad. Me asusta pensar que yo no pueda ser capaz de honrar a mi Dios como él espera que yo lo haga. Que tenga que hacerlo otro en mi lugar. Que sea otro el que lo agrade y no yo.
Me imagino que con lágrimas en los ojos, David, al terminar sus instrucciones, le dijo las últimas palabras que salieron de su corazón herido y lastimado: vv. 15 “Levántate y trabaja, y que el SEÑOR sea contigo”.