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domingo, noviembre 24, 2024

La generación de Samueles

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1 Samuel 3:3-5 “…Samuel estaba acostado en el templo del SEÑOR donde estaba el arca de Dios, que el SEÑOR llamó a Samuel, y él respondió: Aquí estoy. Entonces corrió a Elí y le dijo: Aquí estoy, pues me llamaste. Pero Elí le respondió: Yo no he llamado, vuelve a acostarte…”

En un artículo anterior les platiqué sobre el dolor y frustración de David al no poder construirle un Templo al Dios que tanto amaba y adoraba. Todo por su pasado. Todo porque David no fue entrenado ni capacitado para vivir conforme los mandamientos del Señor.  David nunca pensó que su conducta, al final, iba a ser un mal testimonio para que el Señor aceptara que David, -con muy buenas intenciones-, le quisiera construir su Lugar de adoración. “No, David, tú tienes tus manos manchadas de sangre” fueron las palabras del Señor. “Pero tu hijo sí podrá hacerme el Templo que tú tanto deseas. Prepara todo, reúne todos los materiales y prepara el ambiente, las tierras, los planos y el personal para que ayuden a tu hijo a hacer lo que deseas. 

Y David lo hizo. Preparó todos los materiales. Grandes ofrendas de oro, plata, cobre y bronce se prepararon para la magna obra que había que construir por el hijo de David, el rey Salomón.

Y, sí, preparó todo lo material, pero cometió un error: No preparó a su hijo. 

Y lo vemos al final de su reinado. Al igual que su padre, Salomón también hizo cosas feas. Si, adoraba a Dios. Su oración de inauguración del Templo es impresionante. Sin embargo su testosterona también lo traicionó porque no fue entrenado para restringirse. En su historia aparece que tuvo setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas quienes lo orillaron a adorar a dioses falsos convirtiéndolo en un idólatra de primer orden, al mismo tiempo que adoraba a Jehová, el Único Dios Verdadero de Israel, también hizo altares a los baales y demás.

¿Qué pasó?

Lo mismo que está pasando hoy en día. Los hijos de los creyentes, de los que están sentados en las sillas de los templos no están siendo enseñados y entrenados a vivir vidas de santidad. Si, vienen al templo, cantan, adoran y ofrendan, pero en sus corazones no hay ni la más mínima idea de lo que es amar al Señor. Aman otras cosas. Aman su ego. Aman sus comodidades, sus juguetes electrónicos, sus redes sociales y sus canales de Netflix y HBO, al mismo tiempo que dicen que aman a Jesus solo porque cada domingo vienen a una reunión para cumplir un rito… igual que sus padres.

Es la generación de Samueles. 

Al niño Samuel, que dormía en el Templo del Dios de Israel cuando su madre lo llevó a vivir consagrado a quien se lo había prometido y dejado bajo el cuidado de un Sumo Sacerdote ya anciano, le habló Dios en tres ocasiones. El joven no sabía todavía discernir la Voz de quien le hablaba y creía que era su tutor quien le llamaba. Corría inmediatamente que escuchaba la voz en medio de su sueño y decía educadamente: “Aquí estoy, ¿me llamaste?”  Elí, el Sumo Sacerdote de aquel tiempo, le enseñó que la Voz que escuchaba era la del mismo Dios, que la siguiente vez que la escuchara, respondiera: “Heme aquí, Señor, ordena que tu siervo escucha”.  Eso fue todo. Y esa fue la lección que perduró toda la vida de Samuel cuando ya adulto el Señor lo nombra Sacerdote, Juez y Profeta para su servicio.

Pero hablemos del niño Samuel. Aunque vivía en el Templo, aún no había sido enseñado a escuchar la Voz de Dios, mucho menos a obedecerle. Para Samuel aquella Voz que interrumpía su descanso seguramente era la de un hombre y era por eso que acudía a donde estaba ese hombre. Lo mismo sucede hoy: Los jóvenes que están frente a los púlpitos hablando lo que manda el Señor, creen que es el hombre, que es el pastor quien está hablando y es por eso que lo desprecian, no obedecen, ignoran totalmente las enseñanzas que se les están dando porque creen que no es Dios quien habla sino un hombre. O una mujer en nuestro caso. 

Samuel conocería todos los detalles del culto. Sabría dirigir la alabanza, levantar ofrendas, servir en el diaconado, incluso sabría predicar, pero cuando Dios le habló no supo reconocerle.  Eso está sucediendo hoy en día en la Iglesia. Somos parte de una movilización de personas que frecuentamos cada semana un encuentro con alguien que no conocemos. Nos llamamos hijos de alguien a quien no le conocemos ni la Voz.  Es por eso que Jesus dice: “No todo el que me llama Señor, Señor, entrará en el reino del cielo”

El niño Samuel fue entrenado desde sus primeros años a reconocer y obedecer la Voz del Dios a quien había sido consagrado por su madre. Y esa enseñanza jugó un papel muy importante en la vida de este gran hombre. Eso nos demuestra que cuando se quiere… se puede.

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