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domingo, noviembre 24, 2024

Cruelmente sincero

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Apocalipsis 3:1  “Yo conozco tus obras, que tienes nombre de que vives, pero estás muerto…”

Los predicadores, pastores y líderes  a quienes el Señor ha tenido tanta misericordia y gracia como para ponernos al frente de una congregación para que ministremos a su pueblo, tendríamos que estar de rodillas constantemente para darle gracias.  En la antigüedad, cuando el rey pasaba por las calles de su ciudad, la gente inmediatamente bajaba la cabeza en señal de respeto y honor hacia su gobernante. Lo vimos en la televisión en las exequias de la Reina de Inglaterra hace unos mese atrás. Todos los que hacían guardia frente a su féretro y los que pasaban frente a él, bajaban la vista al suelo en señal de respeto. 

Se trata de reconocer frente a quien se está. Es cierto, son personas humanas, de carne y hueso pero revestidos de alguna dignidad dada por su alta jerarquía. Y si eso se hace con los reyes mortales, cuánto más debemos hacerlo con nuestro Verdadero Rey Jesus.

Pero no es así en la realidad. Nos hemos vuelto tan autocomplacientes con nosotros mismos que ya no reconocemos que si no fuera por la Gracia y Misericordia de nuestro Dios no estaríamos donde y como estamos. Ser llamado a un puesto de liderazgo en una congregación exige un alto conocimiento de quien es quien ordena. Hay un adagio que dice que “quien paga manda”. Eso quiere decir que nosotros no somos nada a menos que el Señor haga lo que él desea hacer. No somos dueños, dijo Lucado, somos mayordomos. Pero fácilmente olvidamos nuestro insignificante rol ante la admiración y los aplausos que el pueblo brinda porque muchas veces se lo pedimos. Nos enseñoreamos de ellos y los vemos como simples mortales, olvidando que nosotros también somos necesitados de ser pastoreados por el Bondadoso Espíritu Santo. También somos ovejas de Su prado. Indudable.

Moisés fue un hombre tocado por Dios, llamado sobrenaturalmente y lleno de revelación acerca de quién era Dios. Tenía pasión por honrar a Dios y se afligía profundamente por los pecados del pueblo. Debido a su humildad, se le permitió tener comunión con el Señor y recibir Su dirección de maneras que pocos hombres tuvieron.

A pesar de esto, Moisés, como todos los hombres y mujeres, todavía tenía una naturaleza pecaminosa y enferma; y Dios usó una forma creativa para revelarla: “Le dijo además Jehová: Mete ahora tu mano en tu seno. Y él metió la mano en su seno; y cuando la sacó, he aquí que su mano estaba leprosa como la nieve” (Éxodo 4:6).

¡Imagina el terror de meter la mano en tu propia cavidad torácica y tocar la lepra! Qué lección objetiva sobre la total depravación de la carne. ¿Se estaba haciendo Dios a un poco de magia con Moisés? No, esta era una lección poderosa que Dios quería que Moisés aprendiera. Él estaba diciendo: “Cuando el yo tiene el control, terminas lastimando a las personas y trayendo oprobio a mi obra. Cuando obras en Mi Nombre de manera espectacular y carnal, ministras muerte, no vida”.

Además, dijo: “No puedo usar esa vieja naturaleza de Egipto. No puede ser transformada; siempre será leprosa. ¡Debe haber un nuevo hombre que esté sumergido en la gloria y el poder del YO SOY!”

Entonces el Señor le dijo a Moisés que volviera a poner su mano leprosa en su seno. “Y él volvió a meter su mano en su seno; y al sacarla de nuevo del seno, he aquí que se había vuelto como la otra carne”. ¡Gracias a Dios por ese segundo toque santificador!

El hecho de que Moisés extendiera su mano es una representación del ministerio, y su lepra representa un pecado oculto y no olvidado. Cuando un hombre de Dios pisa tierra santa, su alma interior queda al descubierto y esos pecados salen a la luz. Es conducido a las tiernas misericordias de Cristo para sanidad y restauración.  Una vez que la carne vieja es crucificada, la mano del ministerio es purificada y somos nuevamente revestidos de carne divina. Podemos regocijarnos en el poder limpiador de la sangre preciosa de Cristo.

El Apóstol Ottoniel Ríos nos enseñó algo que nunca se me olvida: “Quítenme lo que tengo de Cristo y solo quedará unas cuantas libras de carne”.  Esa es la cruel realidad de nuestra vida, damas y caballeros.  Moisés no lo olvidó. Pablo no lo olvidó. Pedro no lo olvidó. Solo nosotros, los del tercer siglo lo olvidamos fácilmente. No, no somos nosotros, es Cristo en nosotros la esperanza de Gloria.

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