Mateo 17:16 “Y lo traje a tus discípulos y ellos no pudieron curarlo…”
El niño había nacido bien de salud, con todas sus facultades funcionando correctamente. Había ido a la escuela en sus primeros años. Era el amor de sus padres. Ambos lo amaban y lo mimaban con mucha ternura y amor.
Pero de pronto todo cambió. No sabemos qué fue lo que sucedió en su casa o su entorno pero sus vidas dieron un vuelco inesperado. Fue como caer en un precipicio sin fin y la caída había sido como en bucle indetenible. El niño no volvió a ser el mismo. Una fuerza extraña y poderosa se había adueñado de su cuerpo y su voluntad. Unas veces lo echaba en el agua y otras en el fuego, amenazando con acabar con su tierna vida.
Ahora el padre lo lleva a los discípulos de Jesus creyendo lo que todos creen: que así como es el Maestro son los alumnos. Lo lleva para que lo sanen, para que hagan con su hijo lo que ningún médico ha podido hacer. Este hombre indudablemente ha seguido de cerca las acciones del Maestro que ha venido de Galilea rodeado siempre de personas enfermas, tullidas, endemoniadas y de toda clase de males las cuales, al contacto de sus manos o sus palabras, han quedado liberadas y sanadas de todas sus dolencias.
Los discípulos rodean al niño. Me parece verlos analizando el problema. Estudiando sus manuales sobre ministración de espíritus inmundos, como echar fuera demonios, qué palabras utilizar para que ese poder sobrenatural que provoca la epilepsia abandone ese cuerpecito. Comparan, observan e intercambian opiniones. Quizá más de alguno consultó con sus maestros de teología farisaica el mejor método para sanar a aquella criatura estorbada por el espíritu malo.
Sus métodos no funcionaron. Nada pudieron hacer ante el cuadro que ellos habían visto que con qué facilidad el Maestro sanaba y liberaba. Algo les hacía falta y no sabían qué era. Mientras, Jesus viene del Monte donde se transfiguró delante de otros amigos y ahora ha venido al momento exacto en donde el padre, preocupado por el fracaso de sus alumnos y ante la angustia de regresar a su casa en donde lo espera su esposa con su hijo sano, piensa qué le dirá ante la situación que no se pudo arreglar.
Cuando ve llegar a Jesus, desesperado, como jugando su última carta, se arrodilla y clama con todo su corazón por la sanidad de su hijito. Y sucede el milagro. Jesus reprende al demonio y el niño queda sano, robusto y vigoroso en brazos del afligido padre. Todo ha terminado bien. El problema se resolvió y ahora el gozo ha vuelto a ser parte de esa familia que tanto había sufrido.
Pero, ¿qué lección sacamos de aquí?
Como los discípulos, nosotros los pastores o líderes tampoco tenemos el poder de solucionar los problemas de aquellos que nos buscan para que les ayudemos. Y la verdad es que nos cuesta reconocer que no somos Jesus, solamente somos sus mayordomos, pero que el Poder para solucionar cualquier problema incluyendo los nuestros, es Jesus. Somos tan petulantes que engañamos a nuestros hermanos y amigos diciéndoles que “vamos a orar” para que el Señor resuelva su situación y en cuanto nos despedimos se nos olvida lo que hemos ofrecido.
Sin embargo las personas se van de regreso a sus casas con la confianza de que cumpliremos lo que ofrecimos. Ellos, inocentemente, al igual que nosotros algunas veces cuando pedimos oración, nos vamos con la fe y la esperanza que alguien estará intercediendo por nuestra necesidad. Pero, ¿es cierto que están intercediendo? ¿Es cierto que estarán orando por nosotros hasta que el Señor responda las oraciones? Muy pocas veces nos preguntan después de algún tiempo: “¿Respondió el Señor?”, “¿Arregló su problema?”
Pero algo más importante: ¿Lo preguntamos nosotros? ¿Nos interesamos en saber si aquella persona que con angustia se acercó a nosotros para pedirnos intercesión le dimos seguimiento a su necesidad? Es cierto, no podemos hacer nada por arreglar algunas situaciones que se escapan de nuestro poder, pero sí podemos estar al tanto de quienes nos piden que oremos por ellos y hacerles saber que estamos interesados por el resultado.
Ya en privado, los discípulos se acercaron a Jesus y le preguntaron: “¿Por qué nosotros no pudimos?” Sencillamente porque no tuvieron fe. Su teología pudo más que la sencillez de la fe que Jesus quiere que tengamos. Solo con la fe de Jesus podremos ayudar a nuestro prójimo.