Ha pasado la fecha que más se celebra en el mundo, con regalos, viejitos vestidos de rojo y de barbas, cenas que hacen historias y el deseo de ser persona de buena voluntad.
Y todo esto, porque hace unos dos mil años, más o menos, nació, por allá por oriente, un niño pobre, cuyos padres, ni siquiera tenía para un hotelucho de segunda, si es que por aquella época existían…
Y aquel niño creció, sujeto a la mantención, educación y disciplina de unos padres, que, probablemente no sabían cómo aquilatar las actitudes y los pensamientos del adolescente que crecía y se hacía hombre, en una sociedad en que no se miraba con buenos ojos a los que superaban cierta edad sin casarse.
Y ese hombre, que comenzó como niño, recibió el ejemplo de sus padres y de la comunidad en donde es posible, que, no se conocía ni se toleraba el abuso de la niñez por parte de adultos, que podían ver en los niños la sangre joven, necesaria para el recambio laboral y la continuidad de una sociedad que tenía sus propios problemas de sobrevivencia, ante un imperio -el romano- que solo miraba la manera de explotar a los pueblos y regiones que sometía bajo su mano de hierro.
Hoy, las circunstancias nos han cambiado. Decimos que somos más civilizados y hasta mejor educados que nuestros antecesores. Y, sin embargo, no hemos podido domar deseos y pasiones que se desbocan y que se canalizan malamente en aquellos que son indefensos y que no saben cómo reaccionar ante el avance de adultos que usan su fuerza física para someterlos.
Las religiones -todas ellas- han preferido mirar para el lado ante los escándalos de los que sabemos, en lugar de investigar y castigar a esos líderes que son capaces de presentarse como dechados de virtudes, aunque sus pies están manchados por el barro que es tan común en la naturaleza humana.
Tenemos hoy los informes de todas partes del mundo, que nos indican que hay víctimas clamando por justicia que, aunque tarde, por lo menos procure aliviar, la pesada cruz de jóvenes o adultos que ha sobrevivido al abuso, pero con traumas psicológicos que, algunas veces los llevan a la depresión o al suicidio.
Nosotros no podemos guardar silencio ante la injusticia o el abuso. Y más aún, cuando en las navidades, el mundo se emociona ante el nacimiento de un niño que, una vez crecido y hecho hombre prometió que había venido a traer la paz a una humanidad que nunca la ha conocido. También prometió dar la vida real a los que entendieran la misión que le había traído a habitar entre los hombres. Dijo que era camino, de manera que los que anduvieran por esta vida pudieran transitar esta existencia creyendo que siempre había una luz a la que mirar y que guiaría los pasos de los que se animaran en ese caminar con fe.
Pero también, hay declaraciones fuertes de ese niño, una vez hecho hombre: como que dijo que cualquiera que se atreviera a engañar a un niño, más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y echarse al mar.
Sí, hay declaraciones fuertes de aquel niño hecho hombre, como que prometió a los pequeños -a los que no se les podía impedir que se acercaran a él- que, de ellos, de esos niños sería el reino de los cielos.
¿Será posible cambiar la actitud de los adultos de nuestra generación para que comiencen a mirar a los niños con afecto, con admiración y con respeto? La pregunta ni es retórica, ni es simbólica. Tiene la urgencia de llamar a hombre y mujeres a vivir una vida distinta y distintiva: porque de no ser así, no nos diferenciamos de esos antiguos imperios que miraban la vida de los demás solo como monedas de cambio, en que el que más tenía podía hacer a su antojo lo que quisiera con la vida de hombres, mujeres y niños.
Y, sin embargo, las palabras duras y directas del niño hecho hombre siguen resonando en nuestros oídos, como la advertencia a la que haríamos bien en poner atención. Porque provienen de aquel que tiene el poder para decidir el destino de todas las personas, tanto si creen como si no. Y esta frase, tampoco es simbólica o retórica. Se fundamenta en la verdad.
(guillermo.serrano@ideasyvoces.com)