Levítico 21:18-20 “Porque ninguno que tenga defecto se acercará: ni ciego, ni cojo, ni uno que tenga el rostro desfigurado, o extremidad deformada, ni hombre que tenga pie quebrado o mano quebrada, ni jorobado, ni enano, ni uno que tenga defecto en un ojo, o sarna, o postillas, ni castrado…”
La Escritura es tan magnífica, hermosa, perfecta y muchas cosas más que enriquecen nuestra vida. Bien dijo Jesus: que escudriñemos la Escritura para conocerlo, para saber por qué actúa como lo hace, por qué debemos aprender como obedecer sus mandamientos y como lograremos tener una abundante y larga vida en él.
Jesus nunca hizo nada porque sí. Todo tenía una razón para hacerlo. Y entre esas razones, hay una perla escondida en ese océano de sabiduría que es la Palabra de Dios. Ese magma de conocimiento que nos pasa por alto cuando solo leemos pero no escudriñamos lo que los escritores de la Palabra nos legaron.
La noche que Jesus fue entregado, uno de los hombres que iban a llevarlo prisionero ante los Sacerdotes que lo iban a enjuiciar y luego a ejecutar, iba uno que ocupaba un lugar especial entre el personal del Templo ya que era ayudante del Sumo Sacerdote. Es decir que tenía un puesto de importancia en la presentación de los sacrificios y ofrendas que se hacían en el Templo. Era un hombre privilegiado ya que tenía garantizado su trabajo por muchos años. ¿Su nombre? Malco.
Y resulta que esa noche, en el fragor de la captura, dice la Biblia que “Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco” (Juan 18:10).
Para nosotros esto es un episodio sin nada de importancia. Le cortó la oreja a un siervo del Sumo Sacerdote y que.
Si, para nosotros así suena lo cosa, pero no para Malco. Resulta que en la Ley hay una ordenanza para los que entran a ministrar al Templo y que ocupan un lugar especial dentro del sacerdocio y es que ningún hombre que ministrara a Dios debía tener defecto. Cualquiera del pueblo podía tener defectos físicos que no había problema, pero no así con los servidores del Señor. Estos debían ser perfectos físicamente. Sin defecto alguno. Si llegara a suceder, que se le quebrara un hueso, por ejemplo, quedaba imposibilitado de por vida para no poder servir en los oficios del Templo. Ese hombre perdía no solo su empleo pero también sus privilegios. Ya no podía ser ayudante de ningún sumo sacerdote.
Pensemos entonces lo que cruzó por la mente de Malco cuando Pedro, en un arrebato de fidelidad mal dirigida, saca su espada y le corta la oreja a Malco. Para Malco, perder su oreja era algo que valía todo el oro del mundo. Para Malco, perder una parte de su cuerpo, quedar mutilado era algo que le impactaba terriblemente no solo en su vida oficiosa, pero también su futuro financiero. Su familia iba a sufrir las consecuencias de su defecto. Sus hijos perderían el privilegio de una vida holgada financieramente. Para Malco, perder su oreja era perder su futuro. Para Malco, mis amigos, perder su oreja era de vital importancia. Dicho en otras palabras, para Malco quedar mutilado en su cuerpo era quedar inservible.
¿De qué iba a vivir de esa noche en adelante? ¿Como iba a llevar el sustento a su casa estando sin esa parte de su cuerpo? ¿Como explicarle a su esposa que se había quedado sin el trabajo que tanto bien le brindaba no solo socialmente pero económicamente también? Para nosotros era una simple oreja, si, es cierto. Pero no para Malco.
Y Jesus lo sabía. Jesus sabía todo lo que estaba pasando por la mente de Malco en esos segundos de trifulca. Para Jesus fue como un déja vu ver lo que ya sabía que iba a pasar. Lo había visto en la eternidad y por eso hizo lo que tenía que hacer. Lucas nos lo cuenta: “Y tocando la oreja al siervo, lo sanó” Anda, Malco, no has perdido tu trabajo. Anda y sigue haciendo lo que te toca. Tu familia te espera. Tu empleo está seguro. ¿A uno de sus captores? ¿A uno que iba a traerlo con garrotes y palos? Si, a ese que necesitaba conocer de cerca a Jesus.
Jesus sabe perfectamente que es lo que usted siente cuando se enferma y no puede ir a trabajar porque su jefe ya dijo que todo aquel que falte se quedará sin empleo. Jesus sabe lo que usted siente, mi querida hermana, cuando ve en su alacena que solo queda un poco de aceite y un puñado de harina. Quizá a usted no le han cortado una oreja, pero tal vez están a punto de cortarle la luz. O cortarle el agua. O su matrimonio, o su empleo, o su salud, o lo que sea que estén a punto de cortarle. Jesus está allí para sanarle sus heridas. para sanar las llagas que dejó la traición de un esposo infiel o de una esposa que se cansó de ser su esposa.
¿Que pasaría con Malco? Quiero pensar que después de ese episodio en su oreja ya no pudo seguir siendo el mismo. Quiero creer que cada vez que se bañaba y se quitaba el agua de las orejas se recordaba de Jesus. Quiero creer que fue agradecido con Jesus y quizá lo acompañó en su suplicio caminando detrás de su recorrido con la cruz a cuestas. Quiero creerlo.