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sábado, noviembre 23, 2024

¿No se ve la piedra?

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1 Reyes 6:18  “Y por dentro la casa estaba revestida de cedro tallado en forma de calabazas y flores abiertas; todo era cedro, no se veía la piedra”

Salomón está construyendo el Templo que David su padre le encomendó que hiciera. El templo tenía que ser grande porque su Dios y el nuestro es Grande.  La construcción le llevó siete años.  La llenó de ornamentos de oro, plata y cosas tan elegantes que nunca ha habido nada parecido.

Los trabajadores se esmeraron en hacer lo mejor de lo mejor. Eran la crema y nata de la construcción de aquellos tiempos. Especialistas de primer nivel fueron enviados desde otros países para participar en el mega proyecto del rey que quiso hacer algo que fuera digno del Dios que le había bendecido.

Dios había hecho que los reyes vecinos pusieran de sus recursos para complacer el deseo de este rey que heredó una de las fortunas más grandes del mundo de aquel entonces. Dios lo bendijo con sabiduría y con recursos que nunca ha habido ni habrá -dijo Jesús- nadie como él.

Pero, ¿qué tiene de especial el templo que Salomón edificó aparte de todo el ornamento y la dedicación por los detalles? ¿Por qué la Escritura es tan específica en nombrar cada flor, cada pétalo, querubín y filigrana de oro que los especialistas habían confeccionado? Aquí debe haber algo escondido que se nos está escapando.

El Templo, por muy elegante, hermoso y paradigmático que llegó a ser, con el tiempo quedó en desuso. Yo me pregunto: ¿Por qué tanto detalle, dinero invertido, trabajos, inteligencia y belleza con el tiempo Dios lo desechó? Eso nos dice que a Dios no le impresiona lo que podamos hacer para halagarlo. No hay nada que podamos inventar o construir que él se sienta impresionado. Y es que Pablo fue tajante cuando nos dejó dicho: ¿Que tienes que no hayas recibido?  Nada es nuestro. Nada nos pertenece. Y el pueblo hebreo pensó que el Templo era de su propiedad. Que nadie que no fuera de su linaje podía entrar en sus aposentos. Habían dividido sus áreas para que ningún gentil pudiera atravesar sus límites. El templo era para ellos y de ellos.

Con el tiempo sacaron a Dios de su Casa y se metieron ellos. Introdujeron sus costumbres, sus propias leyes, sus deseos, sus comercios y todo se derrumbó. Dios ya no quiso habitar en ese hermoso lugar. Jesús fue lapidario cuando lo dijo, pero no le creyeron. Incluso se enojaron y lo mataron porque había dicho que ese hermoso monumento al orgullo iba a ser destruido y que no quedaría piedra sobre piedra.

Ahora, Jesús y su Presencia iba a habitar en otro tipo de templo. Templos humanos. Eso no lo entendieron los de su pueblo, pero sí lo entendimos nosotros que no éramos su pueblo. Él nos hizo su pueblo. Nos hizo sus templos vivos.  Es decir, nos construyó para que él habitara dentro de nosotros.

Y, llegado el kairos de Dios, nos encontró, nos salvó, redimió y empezó la construcción del templo. Solo que ahora no hubo constructores, ni albañiles ni cortadores de madera. Ahora, al contrario que en el antiguo templo, solo Uno estaba haciendo la obra: El Espíritu Santo. Dice la Escritura que en aquel templo no se escuchó el ruido de ningún instrumento de trabajo. Todo fue hecho fuera del lugar de construcción. Igual que ahora. Callado, en silencio, con discreción, el Constructor que es el mismo Dios, está haciendo su Obra dentro de nosotros.

Y, el detalle que está oculto en aquel templo es que nosotros estamos siendo construidos también con piedras. Pedro lo dijo, que somos “piedras vivas”. Pero hay algo que quiero dejar en este escrito: La piedra no se ve. Está oculta por la madera de cedro que la recubre.  Es decir: Nadie ve lo que realmente somos. Nadie ve nuestras imperfecciones. Nadie sabe de qué cantera venimos. Nadie se da cuenta de nuestras fallas como piedras. De nuestros defectos y miserias. Todo porque el Constructor ha tenido el cuidado de cubrirnos con el cedro de su Misericordia y de su Ternura. Esa fina madera es utilizada para producir perfumes y aromas. Eso somos entonces. Olor fragante, olemos a maderas finas, maderas que atraen, olores que impregnamos en los demás.

Pero no debemos olvidar que detrás de esas maderas finas que nos recubren, está la piedra. Con sus irregularidades. Con sus cosas feas. Con sus herencias. Eso es lo nuestro. Nuestro olor es a piedra, el aroma es la Gracia y la Misericordia de nuestro precioso Constructor, el Espíritu Santo que nos ha recubierto con su dulce presencia.

¿De qué presumimos entonces? Si nos quitan el cedro, todo huele a piedra. 

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