Proverbios 17:17 “En todo tiempo ama el amigo; para ayudar en la adversidad nació el hermano”
El día había amanecido brillante, con el sol derramando su luz sobre la tierra en la que vivían dos hermanas y un hermano. El pueblo se llama Betania.
Todo parecía andar bien. Una de las hermanas, la mayor, cocinaba los alimentos como siempre. Desde pequeña había tomado la responsabilidad de ser quien dirigiera el orden de la casa. Era la que se había hecho cargo de la educación de sus hermanos menores. Y la cocina era su pasión. Era su territorio. Solo ella sabía donde guardaba las cacerolas y las ollas que le servían para hacer sus manjares que por cierto, eran tan deliciosos que muchos vecinos las visitaban solo para darse un banquete. Su orgullo era su sabor. Su deleite era ver que la gente comiera sus platos. Había nacido para mandar. Y en su cocina ella era la que mandaba.
La de en medio se ocupaba de la limpieza y la contemplación. Le gustaba soñar despierta. A veces, cuando podía y su hermana la dejaba tranquila, se apoyaba en los dinteles de la ventana de su cuarto para contemplar el infinito. Le gustaba ver las nubes formando figuras y soñaba despierta con el día en que pudiera volar como las aves que ella observaba desde su lugar de observación. Su ensoñación era tal que perdía la realidad del tiempo. Soñaba con largos viajes por el mundo. Al ver las dunas de las montañas allá en el horizonte, se imaginaba visitando lugares que solo en las historias de los beduinos que pasaban por su aldea escuchaba con arrobamiento y se dejaba llevar por los sueños e ilusiones que esas historias le impregnaban en su mente.
A veces, apoyada en el alféizar de su ventana, el viento removía su pelo largo y mechones de cabello le ocultaban sus hermosos ojos grises. El sol se reflejaba insolente sobre la piel de sus brazos ambarinos arrancando destellos de luz haciendo que su piel tomara colores iridiscentes que provocaban que pequeñas gotas de sudor que emanaban de sus poros mostraran la fuerza de aquellos rayos que fuera de su casa, calcinaban todo lo que tocaban.
Ambas hermanas tenían un hermanito pequeño. Era el tercer miembro de aquella familia que era visitada por un distinguido amigo que ambas habían llegado a amar y querer. Era un Hombre tierno en su hablar, de mirada tan profunda que parecía taladrar la mente y el interior de aquellos que se cruzaban en sus miradas. Era un Hombre que nunca se había propasado en sus palabras ni en el trato hacia aquellas mujeres solas, que vivían, una para atender huéspedes y la otra para cantar y soñar. El hermano no contaba. No tenía mayores responsabilidades y por lo tanto, era mejor que se mantuviera al margen de las dos hermanas que lo cuidaban con esmero y mucho cuidado.
El viajero que constantemente las visitaba, les contaba historias que habían sucedido en su peregrinar diario. Que un día había hecho que un ciego recobrara la vista. Otro día que había resucitado al hijo de una viuda. Les contó la vez que había hecho que un paralítico caminara y tomara su camilla y se fuera de un estanque, provocando la ira y el enojo de los guardianes de la Ley de Dios. Era su amigo íntimo. En quien podían confiarle sus secretos y sueños. Marta, que así se llamaba la mayor, siempre le esperaba con la comida que le gustaba. María, la soñadora, la de en medio, le esperaba con una palangana de agua tibia para remojar sus pies cansados y adoloridos por el largo caminar, lista con sus cortaúñas para hacerle un delicioso pedicure a su distinguido y querido amigo. Se llamaba Jesus.
Un día el hermanito se enfermó. Al principio no hubo complicaciones pero de pronto la fiebre aumentó, el cuerpo empezó a sufrir espasmos y parecía que la vida se le escapaba. Mandaron a llamar a su amigo en quien confiaban para que sanara a su hermano tal como habían escuchado que había sanado a otros. Pero su amigo no llegó a tiempo y el hermano murió. La vida se les derrumbó. El dolor llenó sus corazones. La confianza que habían puesto en su amigo estaba a punto de esfumarse. Solo una pequeña llama mantenía aquellos pábilos con una pizca de esperanza y de fe en Jesus. La tristeza inundó aquellas cuatro paredes de aquella casa en la que las sonrisas, el olor a café recién hecho por Marta y la música que salía de los labios de María habían hecho silencio. El luto y el dolor acallaron los ruidos diarios de alegría y gozo para tornarlos en dolor, silencio y frustración.
De pronto, un vecino tocó la puerta para anunciarles que cerca de la casa se encontraba Alguien que había llegado a darles el pésame. Era un Hombre distinguido. Humilde de vestiduras pero con algo de realeza en su mirada. No sabía su Nombre. Solo dijo unas cuantas palabras en el silencio de la habitación y al oído de Marta: «hay alguien aquí que quiere verte». En nuestros momentos más oscuros, íntimos y dolorosos, siempre, siempre estará ese Distinguido Hijo de Dios que también querrá vernos para mostrarnos que con él, todo es posible. Y cuando se dice todo, es todo