Marcos 1:40 “Y vino* a Él un leproso rogándole, y arrodillándose le dijo: Si quieres, puedes limpiarme…”
Hay una necesidad innata en el ser humano de pertenencia. Todos necesitamos pertenecer a algún grupo. Es por eso que buscamos formar parte de un equipo de deportes, de cultura, educación o religión. No nacimos para estar solos. No somos hechos para el aislamiento.
Se ha demostrado que en las prisiones, el castigo más duro no es estar prisionero sino estar aislado. Mientras se mantenga el contacto físico con otros prisioneros, el ser humano puede soportar largos períodos en la cárcel.
Pero lo que realmente lo enferma y lo deprime al grado de desear la muerte es el aislamiento. Es por eso que aislar a un prisionero es rebasar la ética humana del castigo. No fuimos hechos para estar solos. Necesitamos la compañía de otros seres humanos para poder comunicarnos, para sentirnos partes de un todo. No importa la clase social, lo importante es tener alguien de mi propia especie con quien interactuar.
Esto explica la necesidad del leproso que se acercó a Jesus en busca de limpieza. Si, leyó bien: de limpieza. Este hombre había sido atacado por la lepra. Esa terrible enfermedad de la piel lo había convertido en un paria. La Ley judía ordenaba que tales personas tenían que sufrir la humillación a tal grado de tener entre sus cosas, una campana para anunciar, cuando se acercaba a algún grupo de personas sanas, que era inmundo. Imaginemos la cultura de aquel tiempo en que alguien empezaba a tocar su campana y gritar ¡Inmundo, inmundo! Todos corrían a esconderse de tal persona. Era indeseable. Tenía prohibido interactuar con otras personas y mucho menos acercarse a ellas so pena de morir apedreado.
Y la necesidad venció el miedo. Un día vio acercarse a Jesus. Ya había escuchado sin duda que había sanado a varios leprosos en otro lugar. Su esperanza de ser limpio de ese mal lo impulsó a perder el miedo, acercarse y arrodillarse ante el Señor. El gesto de arrodillarse indica temor reverencial. Es decir, si me matas tendrás toda la razón por mi atrevimiento. Pero si quieres puedes limpiarme. O si quieres me delatas y me terminas.
No vengo a pedirte que me sanes solamente. Lo que necesito, Jesus, es que me limpies. Ya no puedo seguir aislado de mis amigos. Necesito estar con mi esposa y mis hijos. Necesito estar limpio para que el sacerdote me autorice a entrar al Templo y adorar al Dios de mi pueblo. Si quieres puedes limpiarme y entonces ya podré comer en la mesa con mi familia. Compartir mi casa y mi cama con mi mujer.
La necesidad de este hombre superó el temor a la sociedad, a la prohibición de la religión, a las reglas mosaicas y al rechazo de todos. Se expuso a ser lapidado o limpiado. No había otra opción. Su necesidad de pertenencia fue superior a los patrones sociales.
Y es por eso que es más doloroso hoy que en la iglesia haya cristianos huraños. Cristianos que supuestamente están “limpios” y bien podrían interactuar con los hermanos, tienen un complejo o de superioridad o de inferioridad que les impide ser amigos de sus hermanos. Salen huyen al final del culto y no se les vuelve a ver durante la semana sino hasta el domingo siguiente. Se niegan a participar en los grupos de amistades, rechazan todo contacto amistoso con su propia congregación y viven aislados de todo y de todos.
La soledad no es buena. El mismo Jesus buscó siempre a las personas. Amaba estar cerca de aquellos que necesitaran un toque de amistad, una sonrisa para los niños, un abrazo a las mujeres despreciadas. Amaba compartir su pan con los hambrientos, sanar enfermos y levantar a los caídos.
Jesus nos dio el ejemplo de una vida sana y vigorosa por la amistad con aquellos que necesitan un pequeño roce de amor y sinceridad. En este mundo lleno de egoísmos y materialismos, hace falta un cristiano que comparta su tiempo, sus recursos y su amistad con los que tienen menos, los olvidados, los invisibles y los que viven en la oscuridad del olvido.
Jesús sabía lo que este hombre estaba sufriendo. Es por eso que luego de escuchar su petición, hizo algo que asombró a todos: Lo tocó. Ya sabemos que tocar a un leproso era prohibido por el contagio a la impureza. Sin embargo a Jesus no le importó tal regla de rechazo. Lo importante fue que este hijo de Dios necesitaba un toque de su tierna y amorosa mano. Y lo tocó.