Por: Pr. Carlos Berges | Iglesia de Cristo Visión de Fe
Marcos 13:1 “Cuando salía del templo, uno de sus discípulos le dijo*: Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios!”
Los judíos tenían una adoración extraordinaria por su Templo. Claro, era una maravilla de construcción. Herodes había querido quedar bien con ellos embelleciéndolo al extremo para que lo terminaran de aceptar como su rey. Pisos elegantes, paredes forradas de oro, maderas finas y mármoles excelentes. Y al fondo, bien cubierto por cortinas de lujo, el Sancta Santorum. El lugar más Santo del edificio.
Eso generó entre el pueblo un amor y admiración por ese hermoso lugar en donde la religión había echado raíces. Eran tan prestigioso que formar parte de él era el privilegio supremo de las clases sacerdotales. Amén de que era en ese lugar en donde por siglos, el Señor se había manifestado a sus hijos, el pueblo de Israel y por demás está decir que era allí donde por antonomasia los sacrificios animales eran presentados ante el Trono buscando el perdón de los pecados.
En sus salones se hacían oraciones, oblaciones y sacrificios, era el lugar por excelencia en donde el pueblo iba dos veces al día para presentar sus peticiones al Señor. Es decir, el Templo era el centro neurálgico de la religión judía. Decir Jerusalén era decir el Templo. Tres veces al año todo judío de la diáspora tenía que ir a ese lugar a presentar sus ofrendas, diezmos y sacrificios al Señor. Tres fiestas peregrinas que todo ciudadano judío tenía que cumplir no importa desde donde tuviera que viajar.
De manera que el Templo se había vuelto no solo un lugar de adoración y búsqueda de la Presencia de Dios pero también un lugar codiciado por las altas autoridades sacerdotales. El pleito por tener la preeminencia en ese lugar se había vuelto asunto de orgullo, prepotencia y soberbia entre ellos. Tener una silla en ese lugar con una pequeña cuota de poder y autoridad se había vuelto todo un reto para aquellos fariseos, saduceos y escribas que poco a poco se habían convertido en los dueños del lugar. Tenían su propia moneda. Tenían su propio mercado de ovejas, bueyes y animales para el sacrificio.
En algún momento, sin darse cuenta, la Divina Presencia empezó a ausentarse de ese lugar. Solo había quedado el cascarón. Algo sin verdadera importancia. Dios, celoso de su Santidad, había decretado por medio de sus profetas que un día no muy lejano iba a abandonar esa Casa que se había convertido en motivo de orgullo nacional. Porque para Dios, un edificio por muy hermoso y costoso que fuera, si olvidaba el principio elemental de cuidar su Presencia para bendición de su pueblo y las naciones, no dudaría en abandonarlo y dejarlo en ruinas si era necesario para darle una lección inolvidable a todo aquel que se atreviera a adorar sus piedras y paredes en vez de adorarlo a Él y solo a Él.
Y eso fue lo que sucedió. Allí está, a la vista de todos, solo un pedazo de pared.
Bueno, hasta aquí la historia. Pero dicen que el animal que siempre se tropieza dos veces con la misma piedra es el hombre. Hoy por hoy, aunque no vivimos en Jerusalem, no tenemos templos como el de ese lugar y no podemos presumir de ser el centro mundial de la adoración a Dios, también tenemos grupos de hermanos evangélicos que se sienten orgullosos del edificio donde se debe adorar al único que lo merece: Jesucristo.
Hoy tenemos entre nosotros pastores y líderes que presumen de sus edificios bellamente construidos, hermosos adornos, grandes púlpitos alfombrados a la última, buenas cafeterías, equipos de multimedia con valor de varios miles de dólares. Y, claro, todo eso no es malo. Se dice que al Señor hay que darle “lo mejor”. El problema es que al igual que los discípulos de Jesús, también el edificio se ha vuelto el motivo por el cual las gentes llegan, donde se sienten orgullosos y distinguidos por pertenecer a esa élite que tiene la suerte de contar con toda esa parafernalia religiosa.
Una de las “herejías” -dice J. A. Pagola-, más graves que se ha ido introduciendo en el cristianismo es hacer de la Iglesia lo absoluto. Pensar que la Iglesia es lo central, la realidad ante la cual todo lo demás ha de quedar subordinado, hacer de la Iglesia el “sustitutivo” del reino de Dios, trabajar por la Iglesia y preocuparnos de sus problemas, olvidando el verdadero motivo de nuestra adoración, es el error más grande que podamos cometer. Los pastores y lideres tenemos que volver a lo sencillo, a lo elemental que es enseñar que no son las sillas mullidas, que no es la hermosa pantalla con multimedia, que no es el púlpito ni el sistema de traducción simultánea lo que le da valor al Templo. No, no es eso. Lo principal es si en ese lugar vive, se siente, se experimenta y se contempla con el corazón la dulce Presencia de nuestro Señor.
Tengamos cuidado hermanos consiervos. No sea que también nosotros escuchemos la famosa sentencia de Jesùs a sus orgullosos discípulos: Marcos 13:2 “Y Jesús le dijo: ¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra que no sea derribada”