Por: Edwin Góngora
Dentro de la vida de Jesús, lo que en términos generales conocemos como humanos, como creyentes, son tres momentos puntuales: su nacimiento, parte de su preadolescencia y sus últimos tres años de ministerio tras ingresar a Jerusalén.
Si bien cada momento lo antecedió una profecía, cada etapa vivida por el hijo del hombre se relacionaba entre sí.
Los años no registrados de la vida de Jesús, si bien generan especulación es claro que se dio para la convivencia con su familia, para su desarrollo e indiscutiblemente su preparación para lo que de los 30 a los 33 años debía cumplir, previamente destinado por su padre.
Pero más que destacar lo anterior, que obviamente fue un preludio, nuestra intención es destacar que lo vivido en sus últimos días aquí en la tierra fue un gesto, una acción incomparable, pero que sigue sin ser totalmente comprendida por muchos de nosotros.
Su pasión y sufrimiento tuvo un “hermoso propósito”. Sí hermoso, yo le agregaría especial, es más, lo describiría como apoteósico. ¿Pues qué acción espectacular alguien más la haría al enfrentar un padecimiento con la única intención de salvar a la humanidad de sus pecados y limpiarlos con su sangre? No existe.
Jesús mostró que desde el pesebre a la cruz construiría un sin igual acontecimiento.
Enfrentarse a los fariseos, su enojo por la invasión del templo por mercaderes, la advertencia a Pedro que le negaría tres veces, su última cena, la insistencia de que escrito estaba que moriría, pero que resucitaría al tercer día, su entrega a cargo de Judas con un beso, así como su intercambio por un delincuente, Barrabás, que dio paso a que lo crucificaran, la corona de espinas, los latigazos, los golpes al caer por cargar la cruz, los clavos en sus manos y pies, la herida en su costado a punta de lanza, su muerte.
Esos momentos casi fotográficos que la Biblia nos presenta marcaron el inicio de un tiempo nuevo.
Y tal como lo anunció, 72 horas después se levantó de entre los muertos y se le presento a sus discípulos, corroborando así todo el proceso por el cual fue enviado.
Fue la ruta de un sacrificio que desde entonces favorece a toda la humanidad, pues al reconocerlo como nuestro salvador nos abre la puerta a la verdad y a una nueva vida donde somos resucitados en Él.