Por: Pr. Carlos Berges | Iglesia de Cristo Visión de Fe
Ester 4:13 “Entonces Mardoqueo les dijo que respondieran a Ester: No pienses que estando en el palacio del rey solo tú escaparás entre todos los judíos”
Buena lección, mis queridos colegas pastores, líderes, maestros, apóstoles, evangelistas y todo el resto de hombres y mujeres que estamos al servicio de nuestro Dios… Buena lección la de esta hermosa y humilde señora.
Huérfana de crecimiento. No se nos dice su condición social, solo que era una niña criada por su tío Mardoqueo quien se hizo cargo de ella. De él, ella asimiló toda la educación y formación que le iba a servir más adelante en la vida. Acostumbrada, como el profeta Samuel a obedecer a sus mayores, esta niña fue siguiendo paso a paso las instrucciones de su tutor y maestro. Algo que hoy le hace mucha falta a muchos jóvenes.
Ester es el típico ejemplo de lo que es la obediencia. La sujeción a las autoridades que Dios pone sobre todos nosotros. No permitió que los laureles de su triunfo en el concurso de belleza organizado por el rey Asuero se le subiera a la cabeza al haber sido escogida para ser esposa y reina del hombre más poderoso de su época. No permitió que se le olvidara obedecer a su tío solo porque ya era la reina de un imperio que gobernaba buena parte del mundo de aquel tiempo.
¿Qué tan poderosa esa esa dama? Sabemos por los historiadores que en aquellos tiempos las reinas tenían un poder solo limitado al de su esposo. Por lo demás, ella tuvo el cetro y la autoridad para dar órdenes a quien quisiera. Tenía el poder de humillar, destruir o arrebatar lo que deseara sin que tuviera que rendirle cuentas a nadie. Si no lo cree, pregúntele a otra señora de la historia llamada Jezabel.
Así las cosas, ¿quien era el esposo de esta mujer que de la nada brincó a la palestra de la historia de Persia?
Asuero, también conocido como Jerjes I, cuyo nombre significa “gobernador de héroes”, fue coronado por Darío I, su padre, como rey de reyes, señor de señores, gran rey del mundo, rey del imperio aquémida que abarcaba buena parte de aquel mundo. Se le recuerda por haber invadido Grecia (mencionado por Pablo en la epístola a los colosenses), consolidó su poder aplastando a los egipcios y a los babilonios. Era un hombre al que no le temblaba la mano a la hora de conquistar y arrebatar victorias.
De él era esposa nuestra heroína. Motivo suficiente para sentirse liberada de la tutela y supervisión de su tío. Ahora ya no tenía que obedecer órdenes más que de su esposo. Que el tío dé la vuelta y se vaya por donde vino. Conozco a un joven desde hace años que cuando obtuvo su título de profesional, le dijo su padre: Bueno, ya me gradué, ahora usted, que no sabe nada, por favor no se meta en mi vida ni trate de decirme como debo vivir. ¿Que tal? No sé si a ese joven le fue bien en la vida profesional, prefiero no meterme en esos asuntos. Pero no me gustó su actitud.
Ester no hizo eso con Mardoqueo. A pesar de ser la señora más poderosa del Imperio Persa, continuó pidiendo consejo a su maestro y guía. A pesar de tener ya la capacidad de dirimir sus propios asuntos, siguió dependiendo del consejo de aquel anciano sabio y protector de su juventud.
Eso nos recuerda a muchos pastores y líderes que hemos sido levantados por el Señor para ocupar puestos de importancia humanamente hablando, que no debemos olvidar lo que otros hicieron por nosotros. Es lógico, si alguien ha sido mi mentor en mi juventud, ahora que peino canas, esa persona tiene más años y más experiencia que yo, por lo tanto, debo aprovechar de ese vino viejo que tiene un sabor de añejamiento que me beneficia. Pero para lograr eso, necesito una buena dosis de humildad. Una buena dosis de humanidad y respeto por aquellos o aquel que se levantó como un encargado de cuidarme y guiarme en mis primeros pasos.
La ingratitud de muchos sigue vigente, pero aún quedan unos pocos que no olvidan -como Ester-, sus orígenes, su necesidad de seguir siendo enseñada e instruida por la persona que Dios puso en su camino para lograr alcanzar sus metas y sueños. “No te olvides, pastor, profeta, maestro, evangelista, mis queridos amigos, que solo porque ya tienen un megatemplo y un púlpito bien adornado, no necesitarán de pronto un hombro donde llorar…”